
30 Oct Cosas de Críos
Recuerdos de una infancia, escritos antes de que el paso de los años borrara para siempre su sabor.
1.- Mi primer colegio
Casi no recuerdo mi primer colegio; se me viene a la mente la imagen de unas ventanas altas con cortinas blancas y una monja de amplias vestiduras que, empuñando una larga, larguísima vara de madera, nos enseñaba a rezar, remediando nuestros errores, si hacía falta, con un golpecito en la cabeza propinado por aquella vara que, más semejante a una caña de pescar, oscilaba, flexaba y, al fin, se dejaba caer sobre cualquier parte superior del cuerpo; sin fuerzas en origen, pero multiplicada su energía por el temblequeo. No hacía daño, al menos no lo recuerdo, pero impresionaba sentirse dominado por aquella dama de ademanes suaves y vara tan larga.
Al final del día, cuando la tarde se acercaba a la hora mágica de la salida definitiva, los que mejor lo habían hecho durante la jornada recibían como premio figuritas de ángeles, gafas o corazones divinos, recortados sobre la misma galleta que se utilizaba para confeccionar las hostias para la misa. Comí muy pocas figuritas de aquellas. Recuerdo que había un patio y, cerca de él, el cuartito, como llamábamos a los aseos, que tenían un pasillo de piso siempre húmedo y, a mano derecha, una fila de puertas que no llegaban al suelo. Olía mal, y allí fue donde, una mañana, oí la voz de mi primo Oscar que pedía socorro, asomando una mano bajo una de aquellas puertas. Estaba sufriendo un castigo bastante común, que consistía en estarse encerrado durante bastante tiempo en aquellos retretes que se convertían así en celdas malolientes. Descorrí el pestillo, y renunciamos ambos a la libertad, entrando yo también para quedarnos allí, a cubierto de las miradas, cerrados por dentro y contándonos historias; evitábamos así una huida inútil que, antes o después, habría terminado en presencia de la monja de larga vara.
Recuerdo, también, que logré convencer a otro niño de que el capuchón de un bolígrafo era mucho más bonito que un coche de goma que él solía llevar al colegio cada día. El coche fue mío, y mi compañero se marchó a casa muy contento con aquel capuchón de color azul. Era muy raro ver bolígrafos por aquellas fechas, y la sola posesión del elemento era razón suficiente para prescindir del bonito y miniaturizado cochecillo.
Pero no pensaban así sus padres pues, al día siguiente, a la hora de salir, la monja de la vara larga me obligó a devolver mi trofeo ante la mirada divertida de mi tío Oscar que, aquel mediodía, nos había venido a recoger.
El colegio se llamaba La Divina Infantita, y me acuerdo que yo memorizaba el nombre sin saber qué significaba divina y, mucho menos, infantita, claro que tampoco sabía qué significaba mi propio nombre, Severiano, ni el de mi pueblo, Nador; pero, a los tres años, nada de eso importa y, aparte el nombre para mí enrevesado y sin sentido, de mi primer colegio sólo recuerdo las grandes puertas verdes, el mal olor del cuartito y la larguísima vara de la monja alta y seria.
Mi primer colegio de verdad estaba en el interior de un cuartel, a la entrada del pueblo. Tenía unas vistosas garitas en la puerta, decoradas con azulejos que brillaban cuando, por la mañana, el sol del Este parecía empujarnos por la cuesta arriba. Era el antiguo acuartelamiento del Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas de Melilla número 2, a pesar de que ésta ciudad distaba catorce kilómetros hacia el Norte. Me llamaba la atención el que aquella unidad militar no se llamara Regulares de Villa Nador, pero mis pesquisas nunca alcanzaron a más.
El colegio-cuartel estaba edificado en lo alto del promontorio que limita a mi pueblo por el Norte, y a todos nos encantaba jugar por entre los caminos y pasadizos que conducían hasta los calabozos de pequeñas y gruesas puertas de madera y ventanuca enrejada; sórdidas mazmorras que me parecían francamente agradables; había pinos a su alrededor, y todo estaba a la sombra a la hora en que el sol norteafricano se dejaba caer sobre todas las cosas sin compasión a nada. Jugábamos cerca de los calabozos, imaginando historias en las que no faltaba de nada, ni siquiera el terror cuando, alguna vez, un soldado marroquí recluido se asomaba al ventanuco de la celda y gritaba para asustarnos.
En el cuartel había pocos soldados, pero no eran ya los regulares de uniforme color garbanzo y fajín rojo, sino que lucían una ropa caqui desconocida, y boina roja que casi nunca llevaban puesta.
Había una banda de música, la nuba que la llamaban, y mi abuelo subía a diario, en un Land-Rover que olía a gasolina sin quemar, para dar clases a los militares que se esforzaban sobre sus instrumentos abollados; a veces, me llevaba con él, y era estupendo entrar en el mismo colegio-cuartel, fuera de horas de clase y a bordo del todo-terreno militar con marcas de las Fuerzas Reales marroquíes. Un lejano día —tan lejano que apenas si yo lo recordaba entonces—, había sido festivo; galas en las calles, y todo eran banderas rojas con la estrella verde, himnos y cánticos que algunos altavoces carraspeantes dejaban escapar, colgados de palmeras o, simplemente, apoyados en el alféizar de las ventanas de algún que otro cafetín de la calle principal.
Y llegó el sultán, el rey de Marruecos… Mohammad al-jamis, sultán al-Mágreb, cantaban los altavoces. Y los yu-yus de las mujeres animaban aún más la fiesta; y la espera, a la puerta de la casa de mis abuelos, que estaba en la calle principal, se iba haciendo febril por momentos. Recuerdo a Mohamed V —Yalala al-Málik al-Mohammad al-Jámis, nasr ul-lah— con una yilaba ligera de color claro, no sé si gris perla o blanca, y el gorro típico de pliegue superior que habían hecho suyo —eso lo sabría más tarde— los miembros del partido independentista Istik-lal.
Vino a pie, rodeado de gentes que, no obstante, no impedían ver su cara de facciones agradables, el grave continente de su persona y aquella sonrisa mesurada que le hacía parecer más un santo varón que el monarca de un imperio recién resucitado. Se acercaba y, con él, el rumor de las gentes, los gritos y los yu-yus de las mujeres; y la banda a la que mi abuelo había estado enseñando resoplaba en medio del paseo empalmerado, haciendo sonar sus instrumentos abollados que, incomprensiblemente, brillaban aquel día.
Estábamos todos en la acera, a la puerta de casa: mi padre, que me tenía en brazos, y mi madre; mis tíos, mi abuela y los vecinos, y mi abuelo, serio y consciente de estar viviendo un momento histórico. Y Mohamed V —nasr ul-lah— se aproximó sonriente, respondiendo a los saludos y, deteniéndose frente a mi padre, alargó la mano y me pellizcó suavemente en la mejilla. Mi padre sonreía, mi madre también; todos estaban cautivados por el gesto, e incluso mi abuelo, que hasta entonces se había sentido testigo mudo del resurgir de un pueblo que no era el suyo, cedió y sonrió también. Yalala al-Málik al-Mohammad al-Jámis siguió su camino, calle abajo, en dirección al paseo marítimo, entre los vítores y los yu-yus, dejándonos a nosotros con la incomparable sensación de grandeza que da la presencia de un rey aclamado que pellizca suavemente la mejilla de un niño de apenas tres años.
Es extraño que, a esa edad, se registren tan nítidamente los hechos; pero, aún hoy, cuando veo un retrato de Mohamed V, o un antiguo reportaje de televisión nos lo muestra caminando con aquel saludo leve tan característico, no puedo evitar recordarle, a pesar de los años y de que la maquinilla de afeitar ha rasurado unas siete mil veces el lugar donde, aquel lejano 1957, un rey me pellizcó cariñosamente.
Pero, a partir de aquel día, algo pareció cambiar en mi pueblo; a los dos años eso no se nota, pero, conforme pasaba el tiempo, sí se podía percibir en el comportamiento de los mayores una cierta reserva al hablar de determinados temas. Pero no sólo había cambiado eso. Recuerdo una tarde que, al ver venir una patrulla de soldados, poco antes de iniciarse el control del toque de queda, puse en práctica toda mi agilidad para hacer cuerpo a tierra y, apuntándoles con mi rifle de palo, soltarles varias ráfagas de voz y saliva ante el pavor de mi madre y mi tía Amalia, que acudieron prestas a recriminarme aquel atentado violento hacia los soldados de las Fuerzas Reales.
Mi pueblo dejó de llamarse Villa Nador y, aunque en el pórtico del zoco seguía campando por ese nombre, todos se referían a él como Nador a secas, incluso los mismos indígenas; a pesar de que, cada vez, eran más los que, cediendo a una creciente arabización, pronunciaban an-Nádur con un cierto desdén hacia los más pueblerinos bereberes rifeños, todavía amoldados a los usos y formas del idioma español. Debía de ser 1959 o 1960, y no sé a qué se debió aquel recrudecimiento de los controles militares; aunque, luego, leyendo Historia, he hallado ciertas referencias a un levantamiento rifeño que puso en jaque a la recién instaurada monarquía alauí.
Uno, ni aun cuando ya ha cumplido los cuatro años, no se detiene a pensar en palabras como independencia, protectorado, Marruecos o frontera, pero siente que, poco a poco, debe ir incorporando a su léxico esos términos que los mayores quieren convertir en usuales.
2.- Mi hermano
Mi padre trabajaba de contable en la fábrica de harinas; un buen empleo y un sueldo que nos permitía situarnos un poco por encima del nivel económico medio del pueblo. Era un trabajo cómodo, sobre todo por lo cercano al domicilio, situado en la planta superior de las oficinas; tanto era así que, a la hora de comer y por encargo de mi madre, yo le llamaba a través del sistema de aireación de la propia fábrica, algunos de cuyos respiraderos terminales asomaban por uno de los dos patios de mi casa.
Claro que, también, por aquellos mismos terminales subían las ratas que, a centenares, infestaban los rincones de la fábrica, y, en consecuencia, los dos patios de la casa siempre estaban adornados con mil y un modelos de trampas para roedores, desde la más sencilla formada por un tablero con el cepo de alambre, hasta unas grandes que parecían jaulas y que, con su ingenioso y divertido mecanismo conectado a la puerta, despertaban tanto mi interés que, de día, recuerdo usarlas como juguete antes de que, con las sombras, recibieran en su seno el cebo que haría picar al roedor —por lo general de respetable tamaño— que había osado alcanzar la vivienda.
Una tarde, una rata particularmente temeraria o acróbata consiguió burlar todos los sistemas de seguridad y se coló en casa. Tal vez por lo abundante de su alimentación de derivados del trigo, todos los ejemplares que vi eran tan corpulentos que pocos de los gatos existentes en el inmueble eran capaces de hacerles frente, y el de aquella tarde era uno de ellos. Mi tío José, que estaba en casa por casualidad, se armó de un cepillo de barrer y la mantuvo a raya, mientras que mi padre cerraba todas las puertas que daban al pasillo. Así, circunscrito el coso al rectángulo vacío y liso, el animal empezó a sufrir los golpes del cepillo de mi tío y los puntapiés de las zapatillas de mi padre, mientras mi madre y yo observábamos a través de la puerta del cuarto de baño, notablemente elevada con respecto al nivel general de la casa; hasta que, en uno de los lances, mi padre perdió el calzado de su pie derecho, que voló a la par que la rata hasta el extremo del pasillo donde mi tío preparaba el golpe final que acabaría con ella.
No sé cuál fue el fin del animal, pero sí recuerdo a mi padre, a la pata coja y con el pie derecho en alto, suplicando a mi tío que no le enviara de vuelta el cebado —y ya seguramente medio KO— ejemplar de roedor.
Mi hermano Francisco José nació, cuatro años después que yo, en aquella misma casa. Recuerdo cuando, inexplicablemente, me quedé a pasar la noche en casa de mi abuela María, que vivía a dos manzanas de distancia —todo en Nador estaba cerca—. No era raro que, algún fin de semana, me quedara a dormir con mi tío José, que estaba soltero; me encantaban las veladas que el verano alargaba inusitadamente, sentados en el alto escalón de la puerta de la casa de planta baja, con las charlas de los vecinos, el olor de la tierra regada y la ausencia de calor que convertía la vida en algo placentero mientras el sueño llegaba.
Pero era abril cuando, aquella noche de mediados de semana, todos se habían empeñado en que me quedara en casa de la abuela María. Y yo, de natural poco amoldable a normas e imposiciones, situé mi tabarra varios decibelios por encima de lo usual, de modo que, cerca de la media noche, mi pobre tío, harto ya de oírme, me envolvió en una manta y me llevó a mi casa, dos manzanas más hacia el zoco. El portal estaba cerrado, pero eso no era impedimento: una patada a la puerta la abrió de par en par y, al llegar a lo que yo me esperaba silencioso hogar, descubrí la presencia de extraños y familiares que sonreían, sin atisbo de sueño a pesar de la hora.
Y recuerdo la lamparilla de la mesa de noche del dormitorio de mis padres, cubierta con un paño para que no alumbrara tanto; y recuerdo también el túnel de cuerpos que se formó a mi paso cuando me acerqué a la cama, y mi madre, extrañamente acostada cuando había tantos invitados, descubrió las sábanas y me enseñó a un ser pequeño, recién nacido, que dormitaba con los ojos muy apretados. A mis cuatro años escasos, tardé un poco en darme cuenta de que aquello era mi hermano.
3.- La fila
El colegio, como ya dije, estaba a la salida del pueblo en dirección a Melilla, sobre un collado que forma parte de las faldas del yebel Arbós, par de colinas conocidas más familiarmente como Las Tetas de Nador. Desde el casco urbano hasta el centro docente, mediaban unos cuatrocientos metros a lo largo de la carretera y las vías del ferrocarril y, cada mañana, se organizaba la Fila, custodiada por dos bedeles y un maestro que nos conducían, formados de a dos y a través de aquellos despejados cuatrocientos metros de cuesta, hasta la seguridad del interior de los muros del viejo cuartel. La Fila se formaba frente a la puerta de la iglesia y, a las nueve menos cuarto, se ponía en marcha cual caravana nunca del todo domeñable. Pero había veces que alguno llegaba tarde, cuando ya la larga columna de colegiales estaba entrando por la lejana puerta de polícromas garitas y, entonces, se ponía en marcha todo un proceso de defensa encaminado a hacer llegar un cuerpo liviano hasta el reducto salvador a costa sólo de dos ágiles piernas que casi no conocían obstáculo. Porque el enemigo acechaba… Los morillos esperaban, encaramados a la tapia del ferrocarril u ocultos entre las casas de adobe situadas en las faldas de Las Tetas.
A veces, éramos varios los rezagados, y la subida era una marcha rápida y tensa sin dejar de observar a aquellos niños desarrapados y sin escolarizar que voceaban denuestos en shelja –ahora le llamamos, más apropiadamente, tamásigh, aunque suena zamásig e, incluso a veces, simplemente másig—; pero, cuando el número de los que trataban de forzar el bloqueo era trágicamente escaso o la velocidad de progresión demasiado lenta, éramos interceptados y, pegados de espaldas a la tapia tras de la cual discurrían las vías del tren, se nos despojaba de lo más llamativo de nuestra carga. Se quedaban con casi todo: lápices, plumieres, cuchillas sacapuntas, gomas de borrar y, por supuesto, con aquellos estuches de madera que olían como los juguetes del mismo material. Dejaban, en cambio, libretas y libros de texto en español, aquellas enciclopedias llenas de letras incomprensibles para ellos y, para nosotros, de dibujos sosos. Aunque lo que más codiciaban era latiza, elemento ideal para impresionar piedras, tapias y paredes que, para todos ellos, hacían las veces de cuadernos escolares. Así que una de las soluciones para aquel atraco sistemático era ir bien provistos de barritas que, justo antes de producirse la interceptación, eran arrojadas lejos, igual que el chaff que expelen los aviones de combate modernos para despistar al misil que los persigue, lo cual nos permitía escapar a toda velocidad mientras que nuestros agresores se peleaban por coger el mineral blanco.
Un día —debía de tener entre seis y siete años—, me vi solo frente a la iglesia, y llegué a pensar incluso en volverme a casa, cosa que no hubiera sido demasiado descabellada, pues alguna de aquellas escaramuzas había finalizado con ciertas lesiones; pero valoré la situación y me dije que, dado que el retraso se había producido, como siempre, como consecuencia de mi pereza matutina, lo más probable era que, de volver grupas rumbo al hogar paterno, mi madre tendría un buen motivo para continuar la regañina que me había impulsado a desayunar a todo gas. Por lo tanto, estando claro que no podía dar marcha atrás, me arriesgué.
Aunque, en aquella ocasión, introduje una variante en el itinerario; por una pequeña abertura practicada entre dos casas —poco más que una grieta—, se accedía al interior del recinto del ferrocarril y, así, pude recorrer los primeros doscientos metros en plena impunidad, a la espalda de los que esperaban el paso de los rezagados de aquel día. Me vieron, no obstante —babero blanco sobre el fondo oscuro de la grava que rodeaba las vías—, pero ya era tarde para ellos, y logré mi primera victoria personal al conseguir llegar junto a la puerta del cuartel con toda mi impedimenta incólume, y sin siquiera haber tenido que arrojar tiza para evadirme: un completo éxito.
4.- Mi cantimplora
Recuerdo a mi primera maestra, doña Conchita; era una mujer mayor —si es que a los cinco años y medio puede haber alguien que no lo sea—; no recuerdo su edad, ni apenas su aspecto casi rubio y con gafas, pero no he podido olvidar en cambio sus medias de costura negra que parecían formar parte indivisible con sus zapatos de medio tacón y aquellas pantorrillas redondeadas. No soy capaz de discernir si me impulsaba algún erotismo misterioso, pero no podía evitar, cada vez que ella pasaba por mi lado en aquellos lentos paseos durante los cuales dictaba, el volverme para observar el atractivo contraste entre la bata blanca, las medias de costura negra y los brillantes zapatos de tacón. Cuatro o cinco años después de aquello, doña Conchita y su marido se mataron en un accidente de tráfico y recuerdo que, a pesar del corto tiempo transcurrido, lo único de ella que se me vino a la mente al enterarme de la noticia, fueron sus piernas, desde el borde de la bata hasta el suelo.
Y las mesas que brillaban de tanto rozar los codos. Y recuerdo, muy poco, a los compañeros que escuchaban las mismas palabras que yo, pero que, seguramente, las entendían cada cual a su modo. Había diferencias entre todos nosotros: en la clase había españoles y morillos; pero, en contra de lo que pudiera parecer, no era la raza lo que nos hacía diferentes a los unos de los otros, sino que, a causa del deficiente sistema de escolarización del recién independiente Marruecos, ellos eran todos mayores que nosotros, tal vez sólo dos o tres años, pero, a esa edad, ocho centímetros de estatura son determinantes.
Nos ganaban en fuerza, en picardía y en casi todos los juegos de destreza o deportes; pero nunca hubo más de uno o dos que lograra correr tanto como yo, tal vez a causa del entrenamiento frecuente a consecuencia de mis retrasos en incorporarme a la fila. Apenas sabían leer; no estudiaban, y doña Conchita, aburrida, hasta dejaba a veces de preguntarles la lección. A uno de ellos, no recuerdo su nombre, no podía denominársele como morillo, palabra habitual por la que designábamos a nuestros compañeros marroquíes, sino que era todo un morazo; alto —nos sacaba a todos más de la cabeza—, moreno y particularmente bruto que, aparte de no estudiar, se pasaba el tiempo haciendo la vida imposible al resto de los alumnos, fueran unos u otros.
Un día, entrada ya la primavera y con el calor insinuándose por medio de las impertinentes moscas que se pegaban a los cristales, el morazo aquel hacía de las suyas en un intervalo entre clases, frecuentes pausas en las que, ausentándose de la clase difícil y alborotadora, doña Conchita se reunía en los pasillos con sus otras colegas para hablar de recetas de cocina, chismes del provincianísimo Nador o de los planes para el fin de semana.
Estrenaba yo, aquella mañana, una nueva cantimplora fabricada con aquel curioso material transparente que se llamaba plástico y que nosotros denominábamos como plexi-glás o, simplemente, pasta; el recipiente era de un ligero color azulado que parecía hacer más fresca el agua que apestaba a vasija inadecuada. Mi compañero de al lado me dijo que tenía sed y, desenroscando el vaso que hacía las veces de tapón, tendí la cantimplora ultramoderna a aquel niño que, pese a ser marroquí, tenía mi misma edad, estudiaba y era mi amigo y, por lo tanto, quedaba automáticamente apeado en mi mente del tratamiento de morillo. Cuando, saciada su sed, ya me devolvía la cantimplora, el largo y negruzco brazo del morazo se apoderó de la cinta de transporte y tiró de ella, ante mis protestas.
Era tan alto que, con la cantimplora empinada sobre su boca de labios desproporcionados, yo no era capaz de alcanzar mi estreno de plástico.
Danzando al son de algunos amigos suyos que le jaleaban, el morazo fue vaciando, lentamente, aquel líquido precioso que, con su bonito color azulado y su horrible sabor a plástico, desaparecía dentro de él —aquel robo descarado era doblemente preocupante por cuanto sólo salíamos al recreo una vez, y la única fuente de agua potable quedaba más bien retirada de la zona de las aulas—. Ni siquiera subiéndome al pupitre logré recuperar lo que era mío, aunque tampoco lo intenté en demasía, sino que me quedé allí, mirando como el otro, al sonreír por su victoria o por mi escasa talla de cinco años, dejaba que se derramara el agua a ambos lados de su cuello, que a mí me parecía sin lavar desde hacía mucho. Aquella mañana de primavera supe, lo recuerdo muy bien, lo que era el odio. Odio a aquel morazo que se bebía mi agua, a los demás compañeros que no me ayudaban; odio a mi impotencia, a mi corta edad y a doña Conchita, que no aparecía.
No era odio racial —no me hubiera importado que mi otro compañero hubiera vaciado la cantimplora, siendo como era tan marroquí como él—, pero, desde entonces, aborrecí a aquel morazo con tanta inquina que llegué a desear su muerte y, por extensión, la de todos los otros que, como él, me superaban en edad y corpulencia.
5.- El palo de don Alfonso
Y acabó el curso; cambié de aula y de profesor. Doña Conchita siguió dando clases a los menudos, y nosotros, con la cabeza más bien alta, recibimos por vez primera clases de un maestro varón que, o bien fue casualidad, o era indicativo de que habíamos dejado de ser unos mocosos. Pronto íbamos a saber lo que era estar bajo la tutela de los duros. Don Alfonso era voz y aspecto de rector, de catedrático a la antigua que desdecía de su mera condición de maestro de escuela en una misión del Norte de África. Con él, morillos y morancos no tenían nada que hacer; era el puño de hierro, la antorcha del saber, el martillo de herejes que impartía clase y justicia sin atender a posibles retrasos étnicos o temperamentos montaraces. Recuerdo un día en que, llevado de mis instintos primitivos —tal vez adquiridos por el roce con aquellos otros paisanos de vida mucho más campestre—, cometí un desliz que me iba a arrojar en los nada cariñosos brazos de aquel maestro de la ejemplaridad.
Estábamos a mitad de curso y, por avatares de la vida, un chiquillo nuevo se acababa de inscribir en la clase. Era regordete, de mejillas sonrosadas y cabello cortado al dos, como casi todos nosotros; y, fatalidad del destino, como último incorporado, vino a sentarse justo a mi lado, al extremo de una de las hileras de pupitres…, en la última fila, vamos. Y yo me alegré cuando dejé de ser, por fin, el último de la clase. Como era natural, y a consecuencia de los sucesivos expolios de material docente que sufríamos en nuestras correrías mañaneras, no había bolsillo, en 1961, capaz de costear el número de sacapuntas que se necesitaban a lo largo de un curso, qué digo curso, ¡trimestre!; y los suplíamos con rotas y oxidadas cuchillas de afeitar en las que ya ni se distinguían las letras de Gillette o Palmera.
No sé qué extraño impulso hizo que me fijara en las orejas de mi nuevo compañero: carnosas, encarnadas y bien separadas de la cabeza a consecuencia de un cogote más bien sobredimensionado, y mondo bajo los trebejos del barbero. Estaba sacando punta a mi lápiz y no me pude contener. Fiel a mi divisa de pensado y hecho, acerqué el cortante borde del arma al rutilante pabellón auditivo de mi compañero de clase… Bastó una ligera presión para que la sangre brotara, brillante y escandalosa, de aquel cuerpo tímido, callado y aún no integrado en el resto de la clase.
Gritos, carreras y lamentaciones de una maestra que se encontraba en clase por casualidad; y al fondo, junto a la pizarra, don Alfonso me miraba, calmado, frío e imponente. A mi pobre compañero se lo llevaron, bañado en la sangre, cuánto más roja a consecuencia del efecto óptico de verla derramada sobre el blanco babero. Don Alfonso tuvo la entereza de estampar, sin que el pulso le temblara, un par de firmas en un libro de tapas de cartón azules que maldita la relación que tiene con el caso, pero que, en aquellas circunstancias en las que me encontraba especialmente receptivo, quedó el acto grabado en mi mente. Después, con los plañidos de mi víctima perdiéndose por los corredores del antiguo cuartel, el maestro me llamó. Tenía una vara corta, cilíndrica, de unos 80 centímetros de larga por 4 de gruesa y pintada de negro erosionado por su tremendo y continuo uso —los niños se derrumbaban apenas llegado el tercer o cuarto fustazo, incluidos los no españoles; y, a mí, aquello me hacía un efecto terriblemente desagradable, al verles revolcarse por el suelo, bañados en lágrimas y con la garganta quebrada de tanto gritar pidiendo clemencia; así que me propuse demostrar lo que se podía aguantar.
Conforme me acercaba, desde mi alejado puesto en el ranking de la clase, don Alfonso parecía ir ganando en estatura y corpulencia; tenía ya la vara en la mano, y un traje de color marrón jaspeado que fue lo último que vi antes de disponerme al castigo. Con la cabeza entre sus piernas, la espalda arqueada y el trasero ofrecido irremediablemente, sentí el primer palazo en la parte alta de las nalgas. No es tan malo, pensé; y el castigo siguió: dos, tres…, al quinto parará, me dije, mientras apretaba los ojos y los dientes. Pero no paró, seguramente espoleado por mi inusitada resistencia y, también, por el tipo de vil acción que yo acababa de cometer en aquel compañero callado y con cara de bueno. Los golpes se incrementaron: seis, siete, ocho… Y, lo que son las cosas, no me dolía; tal vez, la primera parte del castigo desencadenara alguna clase de proceso anestésico local que me impedía sentir apenas algo más que la vibración del corto y manejable mandoble de madera.
También es cierto que, a esa edad, casi nada duele. Y aguanté, como pude, pero lo hice; mis rodillas no se doblaron, ni grité pidiendo socorro como los otros, ni lloré. Creo recordar que conté doce fustazos, es posible que fueran más, o menos, pero fue un castigo aplicado fuerte y ejemplarmente; la ocasión menos indicada para tratar de demostrar mi hombría ante los otros.
Al salir de entre los muslos del maestro, sentí rabia al tener que mostrar a los demás un rostro que yo notaba sonrojado por el esfuerzo y el roce con la tela de color marrón del traje de don Alfonso, que picaba. Sí que dolía; lo noté al incorporarme, pero no era momento de estropear aquel derroche de resistencia, y me aguanté, cruzando una mirada furtiva con el verdugo: gesto grave, peinado a lo José Antonio Primo de Rivera, y traje jaspeado húmedo en la entrepierna por mi sudor o las lágrimas que no había podido contener del todo.
No recuerdo si hubo lío en casa; pero, esa tarde, a la hora del baño, mi madre se quedó de piedra al ver los monstruosos hematomas que el palo cilíndrico había dejado sobre mis riñones. Claro que, conociéndome, no la armó demasiado gorda y se limitó a hablar con el maestro para evitar en lo sucesivo tales tatuajes. Es curioso, no recuerdo nada después, pero estoy seguro de que me caería una buena al tener conocimiento mi madre del acto vandálico que había sido el origen del castigo aplicado. Claro que una zapatilla, aun siendo la suela de goma y empleada sobre las piernas al descubierto, no era siquiera parecida al corto palo de don Alfonso. A pesar de ello, siempre que apenas me tocaba la suela del calzado materno, me defendía a mi manera y rompía en alaridos que nadie escuchaba, por lo que mi honor quedaba bien a salvo.
6.- Mis vecinos de verde
La fábrica de harinas era un edificio moderno y cuadrado, de tres plantas, conformado con la arquitectura de manzanas situadas como con tiralíneas en el centro de Nador. La mitad del edificio correspondía a la propia fábrica, y la otra mitad eran viviendas de algunos empleados; aunque también estaba la consulta de un odontólogo, don Carlos, en el primer piso, justo al lado de donde yo nací. En el piso superior había dos casas más, una ocupada por el jefe molinero, y la otra, la más amplia, por unos curiosos hombres vestidos con uniforme de campaña verdoso que asombraban a todos por su comportamiento modélico. Tanto era así que, a pesar de ser más de una docena, jamás molestaban al resto del vecindario con su masiva presencia. Tampoco eran muy asiduos en el uso de las escaleras, limitándose uno o dos a salir para hacer diariamente la compra. Todos aquellos hombres de uniforme que vivían en el piso de arriba me hacían carantoñas cuando, mientras jugaba en las escaleras, subían o bajaban con el correo o la compra; desde luego eran musulmanes, pero yo adivinaba una diferencia entre aquéllos y el resto de mis convecinos de la cábila de Masusa.
Un día, inadvertidamente, al encargado de la valija se le escurrió un papel al suelo; era un folleto con dibujos a color en el que yo nada entendía, pero recuerdo el espanto de mis mayores cuando lo vieron. Mi padre subió al piso de arriba, expresamente y quizás por primera y única vez, para devolverles el panfleto; y, durante todo el día, en la familia no se habló de otra cosa que del dichoso e incomprensible —para mí— cuadernillo; aunque yo era lo suficiente mayor para detectar la alarma y el extraño tono con el que los adultos pronunciaban las palabras peligro, argelinos, atómico y guerra. Aquella troupe de soldados verdosos era, ni más ni menos, una célula de mando del FLN, el Frente de Liberación Nacional argelino que luchaba, clandestinamente y al amparo de Marruecos, contra la Francia colonialista y opresora.
Jugaba mucho en las escaleras; el pasamanos era largo, continuo y liso, de una madera que imitaba muy bien a la caoba —o lo era—. Claro que, durante los días lectivos, había que tener cuidado con aquellas manchas rojizas con forma de huevos fritos que los pacientes de don Carlos, el odontólogo, escupían cuando, camino de la calle, bajaban lentamente las escaleras con alguna pieza dental de menos. Había días en los que, al final de la jornada, había muy pocos escalones libres de escupitajos sanguinolentos. Pero, una vez cerraba la clínica, la limpiadora dejaba los suelos brillantes y apestando a desinfectante; y, entonces, aquello se convertía en un campo de juegos excitante por lo peligroso.
Ensayaba patinazos controlados sobre el pasamanos, saltos cada vez mayores de dos, tres y hasta cuatro escalones e, incluso, abría el portal y arriesgaba una escapada a la calle o a la acera de mi abuela María.
Una mañana que jugaba en las escaleras —debía de ser en vacaciones—, llegaron varias personas uniformadas de verde que no eran las usuales, y estas últimas se mostraban respetuosas y sumisas en extremo. También estaba mi padre en la puerta de casa, posiblemente como espectador curioso.
El que parecía ser el jefe, un individuo alto de rostro algo enjuto y cabellos entrecanos, al verme jugar por entre las piernas de los que subían los peldaños, se detuvo y me tomó en brazos, cambiando algunas palabras —creo que en francés— con el resto de los espectadores del piso, entre los que se encontrarían probablemente don Carlos y Antonio, el protésico dental. Supongo que duró poco aquel intervalo de mis juegos en brazos de aquel hombre; después de unas palabras de cortesía, me depositó en el suelo y yo seguí a lo mío sin preguntarme quién podría ser el mandamás de los argelinos vestidos de verde.
Era Ahmed Ben Bella, jefe del FLN y artífice de la independencia de Argelia. Un día, después de aquello, uno de los argelinos fue en busca de mi tío José, mecánico por más señas, rogándole que le hiciera un trabajo lejos de Nador y poniendo como condición que debía hacer el trayecto con los ojos vendados. Mi tío accedió y, apenas a los dos segundos de sacarse la capucha negra con que le habían cubierto la cabeza, supo situarse perfectamente en las laderas del Oeste del monte Gurugú, que se alza entre Nador y Melilla. Allí, unas extrañas antenas y un par de cubículos en pleno monte conformaban una estación de radio clandestina del FLN —en suelo marroquí, por supuesto, y con la total connivencia de este país—. Se les había averiado un grupo electrógeno, y a mi tío le costó poco volverlo a poner en marcha, convenientemente reparado, tras lo cual, cobró lo estipulado, se dejó encapuchar y lo devolvieron a Nador.
Pero, inevitablemente, comentó con varios amigos lo sucedido. Uno de ellos fue Antonio, el protésico dental que trabajaba en la clínica de al lado de mi casa, y, mira por dónde, recientemente habían tenido unas palabras —el odontólogo y él— con los argelinos en razón a una carga de granadas de mano que representaban un verdadero peligro al estar almacenada sin ningún tipo de precaución. No habían dado, a pesar de sus constantes muestras de amabilidad, ningún tipo de satisfacción en lo referente al asunto de los explosivos y, tal vez un poco inconscientemente, tal vez con toda la idea del mundo, Antonio comentó el tema a un miembro de los servicios de inteligencia españoles de Melilla, añadiendo, además, lo concerniente a la estación de radio situada detrás del Gurugú.
Nunca sabré si tuvo algo que ver la confidencia —Antonio es capaz de apostar a que sí—, pero al poco tiempo, un solitario avión francés bombardeó el emplazamiento de la emisora y, la alcanzara o no, ésta dejó de transmitir y se trasladó de lugar. Lo cual me enseñó, aparte desear la compañía de los mayores por lo relacionada con aventuras sabrosas, que también había que tener cuidado con lo que se veía, se decía y se oía; claro que yo, en aquella época, ni me enteré del asunto.
7.- Primera comunión
Crecíamos, y cada vez nos costaba menos huir del acoso de los morillos que, siempre vigilantes, espiaban el paso de La Fila como pieles rojas ante la vista de una caravana de colonos. Hubo una vez, incluso, que dos o tres amigos forzamos el retraso para comprobar si, efectivamente, aquella abertura entre las casas, que yo había descubierto tiempo ha, significaba un buen atajo por el que burlar el acecho.
Lo era, pues, luego de escondernos en los lavabos y salir del colegio-cuartel quince minutos después que la columna de baberos blancos, atravesamos las vías del ferrocarril a toda marcha, perseguidos por el griterío rifeño, y logramos escabullirnos en el interior del casco urbano a través de aquella separación minúscula entre las casas de frente a la iglesia.
A la vez que ascendíamos de curso, era menor el número de marroquíes en clase. Sus familias les necesitaban para el campo o para cuidar a los animales y, de cuando en cuando, reconocíamos a un ex-compañero de clase entre los laboriosos tenderos que instalaban sus puestos en el zoco, al lado de mi casa. Era su sino, pero no nos importaba entonces demasiado; era una cosa normal. Y, además, ninguno de ellos hacía la Primera Comunión.
Empecé a tener conciencia de los hábitos por aquellas fechas: la catequesis, y aquel millón de horas de juego perdidas mientras manoseábamos los catecismos de pastas azules que, después, había que devolver.
De cualquier manera, como a partir de febrero empezaba a hacer un poco de calor, no era del todo malo sentir el frescor de los primeros bancos de la iglesia oscura, mientras el padre Arturo nos inculcaba el reglamento religioso, especie de régimen interior del catolicismo.
Tampoco me desagradaba la iglesia misma; olía bien y, de cuando en cuando, mi abuelo hacía acto de presencia, a pesar de sus frecuentes críticas anticlericales —todo lo anticlericales que uno se podía permitir ser entonces—, para subir al coro y toquetear en el armonio que usaría el domingo durante la misa de doce.
Aquel era mi recuerdo más fuerte del culto católico, cuando, ya iniciada la misa, me escabullía de entre mis padres y, subiendo sigilosamente al coro, me acercaba a mi abuelo para, introduciendo mi mano en los bolsillos ahuecados de su chaqueta, cogerle uno de aquellos caramelos de menta que solía llevar, sin que él, ocupadas ambas extremidades en accionar el teclado, pudiera evitarlo.
Para mí, las misas eran: acordes cercanos de armonio, olor a incienso y sabor a caramelo de menta.
Y, mientras, aprendíamos cómo deben ser los católicos —niñas en los bancos de la derecha, niños en la izquierda—, ensayábamos el acto y formábamos dos hileras —niños a la izquierda, niñas a la derecha—, para ir acercándonos al altar, emparejados mientras duraba el trayecto y aprendiéndonos de memoria las facciones del otro para, llegado el momento, no equivocarnos.
Después del segundo o tercer ensayo, alguien más vino a agregarse al número de aprendices; era una niña como las otras, sólo que parecía algo mayor, tal vez tres o cuatro años por encima de los siete preceptivos para recibir el sacramento. La recuerdo perfectamente: delgada, pelo castaño y velo negro —como las mayores—, y un gesto de inteligencia inherente a su mayor veteranía. Con ella —no recuerdo su nombre—, se rompía el par, y la hilera femenina iba coja al contar con un elemento más, lo cual no venía mal —oí comentar al cura y a un par de monjas que ayudaban— porque la chica en cuestión era más alta que cualquiera de los varones, y no hubiera hecho buena pareja al ir junto a un mocoso de calzón corto, por más que el día aquel de la puesta de largo, todos luciríamos pantalones de verdad.
Mientras duró el periodo de entrenamiento, y probablemente al faltar un eficiente iniciador del interés infantil, aquella chica mayor fue la acaparadora de las miradas huidizas de todo el estamento masculino que, desde los bancos de la izquierda, echábamos mano de cualquier pretexto para mirar, boquiabiertos, hacia aquella medio mujer seria, misteriosa y poco habladora. Es más, intenté —probablemente no fui el único—, aprovechando la falta ocasional de alguna de las otras, forzar al destino y procurar caer de pareja de la damita en cuestión, lo que no conseguí —ni yo ni nadie, a consecuencia de la maldita diferencia de estatura—; y tenía que soportar la sonrisa —fugaz en el breve momento del encuentro en el pasillo— de mi pareja asignada y fija que, en aquellos instantes, me parecía estúpida.
Era indiscutible que, aquellos treinta o cuarenta niños de siete años, que sufrían la interminable relación de preceptos, sombríos pecados y horrorosas penas del infierno, estábamos todos, sin excepción, perdidamente enamorados de ella.
Y llegó el día. Madrugón en ayunas, ropa de estreno y una cierta sensación ligera detrás de las orejas al haber sufrido el día anterior una cruel rapada milimétrica. A pesar de mi gusto por los uniformes —o, tal vez, a consecuencia de ello—, renuncié a ir disfrazado de marinero, almirante o príncipe de cuento; y mi madre se sintió original al llevar a su hijo ataviado con un sencillo traje gris —hubo otro que iba igual, pero, seguramente en el último momento, su madre prendió sobre el hombro izquierdo una grotesca y gigantesca moña de tejido satinado que, aún hoy día, no sé qué puñetas querría significar—.
Apenas recuerdo el solemne acontecimiento, a no ser mi metedura de pata cuando, distraído mientras hablaba el padre Arturo, y temiendo no acordarme de todo lo prolijamente ensayado, creí interpretar el crescendo final de una de sus frases como señal de entrada, y grité, en la más pavorosa soledad, un amén que tuvo la virtud de interrumpir, durante un par de larguísimos segundos, la perorata del cura.
El suceso, para mí desproporcionadamente catastrófico, pasó casi completamente desapercibido para los demás, y yo tampoco me dediqué a airearlo, pero recuerdo que, algo después, mi tía Pepi comentaba el que se había oído a un chiquillo gritar amén. Aprendí así que, siempre, hay alguien, aunque sea una sola persona, que es capaz de descubrir lo que a la mayoría sorda se oculta.
Después de la comunión, hubo desayuno en el que fue mi primer colegio, La Divina Infantita, seguido de un paseo por el pueblo y, a medio día, un lunch —entonces no se llamaba así— en mi casa, llena con los amigos de mis padres. Por la tarde, los regalos —algunos en metálico—, y el viaje a Melilla para hacer las fotos soportando el calor de los guantes y el peso de aquel breviario de tapas de nácar.
Volví a ver a aquella chica, la mayor, pero ya mediaba entre ella y yo una abismal distancia al no tener ningún puente que, como la catequesis, sirviera de enlace entre dos mundos enormemente separados por la insalvable distancia de dos o tres años.
Y, desde entonces, creo que anidó en mí una especial predilección por acercarme, por relacionarme, con personas mayores que yo, llenas de encanto, misterio y sabiduría, atiborradas de ciencia y exentas de niñerías, que me hicieran olvidar la sonrisa inocente y un poco enamorada de la pareja que, desde bien temprano, me había impuesto la Iglesia.
8.- Villa Nador, mi pueblo
Recuerdo que era un pueblo bonito; ni grande ni pequeño, acostado junto a la orilla occidental de la Mar Chica y ligeramente encaramado hacia el Oeste, sobre las faldas de Las Tetas, la colina con dos cimas redondeadas así conocida familiarmente, aunque en realidad se llamara yebel Arbós.
Nador, la Villa Nador de principios de los Sesenta —no ese monstruo actual de manzanas ubicadas contra natura y población aterradoramente numerosa—, había nacido junto al solar autóctono de unas docenas de casas de la cábila de Masusa, en un paraje que, por lo elevado de los amplios espacios vacíos que se extendían sobre Mar Chica, hacia el Este, y sobre los llanos de Bu-Arg, al Sur, recibía el nombre de An-Nádur, que significa en árabe, precisamente, mirador.
Era un pueblo rectilíneo de calles amplias y bien trazadas hipodémicamente, sin pendientes; manzanas de casas de una sola planta, anchas aceras y una hermosa avenida central que, al adornarse de palmeras, que crecieron conmigo, era denominado por todos como Paseo de las palmeras, a pesar de que siempre se llamó calle de España y, a partir de 1957, su nombre oficial fuera sháreaa Mohammed el-Jámis (avenida de Mohamed V).
Había también otra calle que, a pesar de ser más estrecha, me era especialmente grata por su bordillo central lleno de naranjos de la China; cruzaba perpendicularmente el Paseo de las palmeras y, a pesar de llamarse sháreaa Hasan ez-Záni (avenida de Hasán II) desde 1961, siempre nos referíamos a ella como Paseo de los naranjos.
Y estaba el paseo marítimo, empalmerado y con una larguísima barandilla que lo adornaba en toda su longitud; olía allí de un modo especial, no sé si era el salitre, que se depositaba sobre las rocas negruzcas que ejercían de rompeolas inútil donde apenas había medio metro de agua, o las algas que bailaban entre olillas semejantes a las de la superficie de una bañera alterada. El caso es que aquel olor que, aún hoy, me aparece en los lugares más insospechados, reinaba sobre toda la franja del pueblo que daba al mar, y su reencuentro rememora, inevitablemente, los interminables paseos, con mis padres y mi hermano, a todo lo largo de la calle costera.
También había un puertecillo, en el que buscaban cobijo la docena de barcas de pesca, todavía algunas con aparejo de vela latina, que faenaban diariamente para traer los renombrados salmonetes y langostinos de Mar Chica. Desde el puerto, hacia el Norte, se veía el cercano monte cónico de El Atalayón y la torre de control de la base de hidroaviones, en aquel tiempo ya vacía de aparatos. En el otro extremo, hacia el Sur, la playa del Muermo, llamada así porque en ella se dio sepultura a varios centenares de caballos de Regulares muertos de esa enfermedad, enlazaba con las huertas del Bu-Arq, con el aeropuerto de Tauima y con los llanos que acababan por alzarse, veinte kilómetros más allá, en la sierra de Kebdana.
Y, hacia el Este, la casi plana restinga de arena que, cual barra de acero, impedía al Mediterráneo hacerse dueño de nuestro bonito paseo marítimo, lleno de rocas oscuras empapadas de salitre y hogar de millares de cangrejos rojizos y veloces.
Sólo el horizonte del Oeste y Nordeste estaba cegado por la presencia masiva del imponente, lejano y oscuro monte Gurugú, que mostraba sus cumbres de casi mil metros de altura cubiertas por las nubecillas que el viento de levante depositaba sobre ellas.
Pero el lugar de Nador que siempre me gustó más era la plaza del Pilar, frente al cine de Arroyo. Era una plaza cuadrangular, casi encajonada por los edificios, que dejaban el espacio justo para que allí se instalara; no tendría más de treinta metros de lado, pero era suficiente para trazar caminitos de tierra bordeados por paredes de setos que no llevaban a ninguna parte, o a todos sitios, según se mire. En una esquina, frente al cine, había un reloj de sol hecho de estuco blanco y subido en un pedestal; semiesfera orientada al sol con un fuerte vástago de hierro clavado en su mismo centro. Había bancos de madera y, a cobijo de los tabiques de seto, la fantasía urdía estancias intercomunicadas por el laberinto de veredas de tierra limpia.
En la fachada del cine se alineaban los grandes carrillos llenos de pipas, pasteles de miel y caramelos, y una verdadera legión de bicicletas —vehículo popular y generalizado— estacionadas sobre aquellos soportes de cabilla empotrados en el suelo. En otro lateral estaba el club de Caza y Pesca, que había sido teatro y cine y donde, aparte los bailes de los sábados y domingos, se podía exhibir algún espectáculo de revista, pocos, según fue pasando el tiempo a partir del 57 y su secuela de toques de queda y patrullas callejeras. Y, en el lado opuesto al cine, el café de Galindo, que olía a anís y a bollos suizos.
Villa Nador nació, y creció, a expensas de los establecimientos militares que, a partir de la reconquista que siguió al desastre de 1921, fueron erigiéndose cerca de él. La base aérea de Tauima era un aeródromo militar que, después de 1957, pasaportó a sus aviones hacia la península, quedando exclusivamente para recibir el vuelo diario de Iberia que, con un trimotor Junkers Ju-52 primero y, después, con un archiconocido Douglas DC-3, nos enlazaba con Europa en un vuelo de tres etapas: Nador-Málaga-Tetuán y Sevilla; aunque el DC-3 recortó sus escalas y el trayecto quedó reducido a un corto Nador-Málaga de apenas doscientos kilómetros sobre el mar.
Luego, estaba la base de hidroaviones del Atalayón, cuna del vuelo de Ramón Franco en el Plus Ultra y punto importante en los planes estratégicos de la guerra civil, durante la cual convivieron multitud de hidros italianos, alemanes y nacionales, y hasta lugar de escala de los CANT de la compañía italiana Ala Littoria.
Había grandes cuarteles cerca, señalando el perímetro del casco urbano que, en 1955, contaría con unas cinco mil almas. En la salida hacia Melilla, el cuartel del Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas número 2, que ya describí antes; en la salida junto al cruce de Segangan, el de Regulares de Caballería, y, pasado el aeródromo, al final de la carretera recta, elevada y bordeada de gruesos eucaliptos, el cuartel del Primer Tercio de La Legión, en Tauima.
La vida eclosionó al contacto con tanta unidad militar, y la pequeña industria y el comercio florecieron a lo largo de los años treinta y cuarenta; llegó a haber tres algodoneras, y las huertas generaban productos que los soldados consumían, y los bares y cafés se llenaban con uniformes de color caqui, azul, verde y garbanzo, que inundaban el pueblo y su cine de juventud y olor a compañerismo.
Y Nador, aquella Villa Nador, se tostaba al sol mediterráneo viendo cómo crecíamos los niños y cómo los mayores, al principio poco a poco, abandonaban sus trabajos y sus casas para emigrar —algunos decían volver, pero eran los menos— a la España peninsular, a menudo con una breve escala en Melilla con objeto de acondicionar el ánimo a la vida extraña que, a la mayoría, aguardaba fuera de aquel entorno amable, lento, cálido y un poco pobre situado a los pies de Las Tetas de Nador.
9.- Justo a tiempo
Cada año, coincidiendo la mayoría de las veces con el otoño o el final del verano, hacían su aparición las epidemias. Había de todo, y de nada servían mil precauciones como vacunarse o hervir el agua destinada a beber. El calor, horroroso durante julio y agosto, propiciaba la siempre presente sequía que igualaba el nivel de los pozos de agua potable con el de las heces fecales; se regaban las huertas con agua ya contaminada, y la gente del campo bebía el líquido vital en malas condiciones, sufriendo la enfermedad y transmitiéndola por medio de las hortalizas y la fruta.
Recuerdo que un año fue el tifus el que entró en casa, sufriéndolo tan sólo, y no sé por qué capricho de la suerte, mi madre y mi hermano, sin que a mi padre y a mí nos afectara en absoluto. Fueron días de ajetreo, visitas del médico y del célebre Pedro El Practicante, que era en Nador una institución de hipocrático desinterés. La enfermedad pasó, pero no sin dejar secuelas: a mi madre, unas manchas en la piel que nunca perdería; en mi hermano, un estrabismo de por vida.
Otro año fue la hepatitis, y me tocó a mí solo lidiar con el interminable reposo prescrito, olvidarme del chocolate y la bici, y reducir mi dieta a filetes de hígado medio crudo y pan de molde con mermelada. No me dejó señales visibles, claro, pero, a partir de entonces, mi codiciada sangre del grupo 0 (-) ha dejado de tener cualquier valor como donante al quedar permanentemente envenenada con el virus, o al menos eso me dijeron.
Pero yo ya estaba acostumbrado, cuando lo de la hepatitis, a pasar por algo mucho peor. Tuvo que ser, más o menos, a finales de 1961, y no recuerdo cómo empezó. Mi primera impresión de que algo andaba mal fue cuando mi padre llamó a don Carlos Meliveo, nuestro vecino odontólogo, quien me exploró la garganta utilizando —lo recuerdo muy bien— el frío mango de una cuchara sopera. Luego, hablaron en tono muy preocupado y en voz baja, aunque yo no sabía —todavía— qué era aquello de la difteria.
Don Carlos no se marchó a casa aquella tarde; pasó la noche en su clínica, durmiendo a ratos, para inyectarme —creo que cada hora— algo que mi padre trajo desde Melilla apresuradamente y utilizando el coche del propio médico. No sé qué tipo de medicamento era —ni lo he preguntado—, pero me consta que el desvelo de nuestro vecino me salvó la vida aquella noche de noviembre.
Al día siguiente, ya sin poder hablar, subimos en su Mercedes 220 azul y partimos hacia Melilla, donde quedé ingresado en el hospital.
Los recuerdos se entremezclan, y creo acordarme de unas dolorosas inyecciones de algo oscuro que venía en frascos dobles que parecían relojes de arena; las entradas apresuradas de las enfermeras, las sábanas blancas y, poco después, la oscuridad cuando perdí la visión casi completamente, si bien esto último dio paso a la reconfortante inhalación del frío oxígeno que me llegaba por medio de un tubo de goma. En cambio, no he olvidado, ni olvidaré jamás, el tremendo esfuerzo que me suponía el respirar, y el ruido que hacía el aire al pasar por mi garganta obstruida por aquella secreción imposible de perforar.
Dejé la consciencia junto a la cama y me dispuse a sufrir los cada vez más aplastantes ataques de la difteria, hasta que alguien, al moverme, me dio ánimos con una voz que yo no conocía. Era el enfermero que debía trasladarme al quirófano y que, dada la liviandad de mi humanidad de seis años y medio, optó por hacerlo en brazos.
Volví a ver, durante un instante, cuando un golpe de tos me hizo tanto daño como las terribles inyecciones de aceite oscuro, y apenas si me di cuenta cuando mi padre, que caminaba detrás de nosotros, recogió con su pañuelo algo que yo vomité.
Ya en la mesa de operaciones, recuerdo oír discutir a dos médicos; uno de ellos don Francisco Gámez Morón —otra institución de la medicina melillense, sobre todo la infantil—; la luz del techo me hacía daño, pero seguía sin ver, aunque el oxígeno del tubo de goma entraba sin dificultad, fresco, claro y reconfortante, para llenar mis pulmones sedientos de aire.
Recuerdo muy bien que llamé a mi padre, que me dio la mano desde detrás de la mesa de operaciones, mientras que el otro galeno insistía en la necesidad de una traqueotomía a la que don Francisco se negaba, sobre todo después de ver lo que mi padre guardaba en su pañuelo. No me operaron y, a partir de ese momento, todo cambió; no me costaba esfuerzo alguno respirar, si bien me sentía acribillado por aquellas numerosas inyecciones de odiado recuerdo.
Salí al poco del hospital, en brazos, pues mis piernas, doloridas de tanto aceite intramuscular, se negaban a sostenerme para poder lucir unos nuevos pantalones de remaches —aún no se llamaban vaqueros— que mi madre me había comprado para el evento.
No hubo secuelas físicas, pero sí la gratitud eterna hacia don Carlos, el pánico a las inyecciones y, también, el orgullo de haber sido capaz de operarme a mí mismo al extirpar, a golpe de tos y a unos pasos del quirófano, las placas que me impedían respirar.
10.- Aquella gran pandereta
Pasó otro largo verano; comenzó un nuevo curso, y la enseñanza primaria se iba volviendo, poco a poco, menos primaria, a pesar de que yo tuve la suerte de estar en la clase de don Manuel. Don Manuel Sevilla era un enamorado de la música; tocaba la bandurria, y sus clases tenían el especial sabor a melodía y arte que suele ser característico de las buenas personas, sean melómanas o no.
Había que estudiar un poco en serio, pero gran parte del tiempo de clase del primer trimestre lo pasamos ensayando villancicos ante la llegada de la Navidad. Formábamos un gran grupo en el que se habían distribuido los diferentes instrumentos: bandurrias, laúdes, guitarras, panderetas y zambombas de tres medidas diferentes, más el concurso de las voces, una veintena, que interpretaban las canciones tradicionales.
Apenas iniciados los ensayos, mi padre me compró una pandereta de una medida descomunal; era enorme, cuajada de platillos metálicos que, así y todo, no podían competir con el extraordinariamente grave sonido del pellejo. Toda una tarde-noche me la pasé —ayudado por mi padre— calentando el parche a la llama de una vela y restregando ajo sobre toda su superficie, para darle resistencia y buenas características sonoras.
Y, al día siguiente, junto a la cartera de cuero colgada a la espalda, mi impedimenta se completó con aquel monstruoso instrumento de percusión que causó admiración en mis compañeros de La Fila. Pasaron las primeras clases y, a la hora fijada, se reunió la numerosa rondalla dispuesta a ejercitarse, con don Manuel al frente. Últimas recomendaciones y advertencias, tarareo de la parte más complicada y, de paso, el maestro-director se fijó en mi voluminosa pandereta de pellejo tirante y casi transparente a fuerza de vela y ajo.
Aquellos escasos minutos previos se me hacían eternos, impaciente por hacer sonar el vistoso címbalo, insertado en el orden general de la percusión, entre la que seguramente sobresaldría. Primero el bueno, vamos allá de don Manuel, seguido de un, dos, tres… Y, aplicando toda mi energía para procurar un primer golpe decisivo y vibrante, mi mano derecha, que impactó justo en el centro del pellejo circular, lo atravesó limpiamente, produciendo un desgarrón parecido a una uve y condenando a muerte a aquella pandereta antes siquiera de haberla hecho sonar.
Huelga decir que la canción no llegó a empezar, cercenada limpiamente por mi imprudente golpe central sobre el parche y ante la tremenda algarabía que siguió, mientras mis compañeros de orquesta me señalaban con el dedo, riendo y gritando ante el espectáculo.
Me había quedado de una pieza, con la pandereta mortalmente herida sujeta con la mano izquierda, y la derecha —la culpable—indecisa y horrorizada ante lo que había hecho. Ni siquiera don Manuel, mi amable, ponderado, simpático y culto maestro pudo evitar sonreír ante el aparatoso accidente.
No lloré, me pude aguantar, aunque el ridículo me dolió más que la paliza de don Alfonso; pero aquel incidente me sirvió para curar mi soberbia al tener que asistir a los ensayos diarios, a partir del día siguiente, equipado con una modesta panderetilla de menos de un palmo de diámetro, lo que había consentido el presupuesto familiar ante el desorbitado dispendio de aquella primera e inolvidable gran pandereta.
11.- Mi primer sueldo
Sonaba bien aquella orquesta; no la anterior rondalla del colegio, sino la formada por mi padre, tres de mis tíos y algunos amigos, y a cuyos sones discurrían los bailes de fin de semana en el club Caza y Pesca.
Mi tío Óscar, el mayor, tocaba el saxo tenor; mi padre, el trombón de varas; Severiano, quizás por ser el más corpulento, el contrabajo, y mi tío Herminio era el batería; luego estaban Antonio Planes, a cargo de la trompeta, Cantón, con el saxo alto, Jacinto, que fue el batería primero, y algunos otros que ya no recuerdo.
Y no lo hacían mal, no en vano todos eran músicos rígidamente formados por mi abuelo, que los aprovechaba en la banda municipal del Nador español. Las tardes-noches de los sábados pasaban más ligeras mientras que, en el club, la orquesta interpretaba los temas de entonces, desde Beguin the Beguine al Mambo número 8, pasando por In the mood o Moon light serenade, y sin olvidar, claro está, los bullangueros pasodobles tradicionales que hacían las delicias de la concurrencia.
Ensayaban en la misma academia de la banda municipal, y yo asistía, todas las tardes, al entrenamiento previo al fin de semana, comparando, mientras jugaba a cualquier cosa, los sones en vivo con las piezas que oía en el receptor de radio Blaupunkt que teníamos en casa. Me sabía todas las letras, y las iba cantando a voz en grito mientras que la orquesta, parando para corregir tal nota en las partituras, las iba puliendo con vistas al sábado o a los contratos que surgían en la feria de Melilla o por distintos sitios del Marruecos que, todavía, seguía siendo un poco español.
Alguien se dio cuenta de mi talento artístico —estaban de moda los niños prodigio—, y en la siguiente tarde de baile, el micrófono central del escenario de Caza y Pesca descendió al máximo, me colocaron una silla para que pudiera alcanzar, y me vi cantando para un nutrido público aquello de primavera, la espera; verano, la mano…
Había pocas distracciones en Nador, y el hecho de ver a un mocoso, aunque fuera repelente, interpretando las canciones de moda, atraía; hubo aplausos sin fin, felicitaciones y comentarios de las señoras: claro, con un abuelo músico, lo ha mamado desde bien pequeño…
Durante la semana siguiente, los ensayos ya contaban con mi participación, interviniendo en dos o tres piezas de entre las más de moda, y no dejaba de asombrar, a los mismos integrantes de la orquesta, incluido mi padre, el hecho de que no fallara una nota, una entrada o una palabra de la letra, cosa que, a mí, me resultaba tremendamente sencilla.
El sábado siguiente, el micrófono —aquellos chismes antiguos que parecían enormes máquinas de afeitar— ya estaba situado en su posición más baja, y a la cuarta o quinta canción la gente empezó a jalearme para que subiera al escenario, lo que hice en un intervalo en mis juegos de correteo por todo el club, persiguiendo a mis amigos, con los que jugaba a policías y ladrones, y junto a los que retorné cuando todavía los aplausos resonaban en los altos techos del local.
Tanto fue el éxito que, en el contrato para las fiestas de las minas de Uixan de aquel año, figuraba mi presencia junto a la orquesta a requerimiento de los organizadores. Y recuerdo haber cantado todo mi repertorio para un público que, cosa extraña, no bailaba, sino que miraba hacia mí, igual que aquel niño impedido —luego supe que se llamaba Kaki— al que situaron al pie del escenario sobre una cama con ruedas a la que alguna rara enfermedad le había condenado.
Al final de la actuación, cuando los músicos recogían los instrumentos y yo guardaba mis maracas, el presidente de la comisión de fiestas hizo efectivo el pago estipulado y, a mí, me hizo entrega, con una sonrisa, de nada menos que ¡veinte duros!
No comprendí el valor de aquel billete hasta que mis padres me llevaron a Melilla y, entrando en un comercio grande de juguetes —creo que era uno que se llamaba Altamira—, mi madre me hizo un gesto y me dijo: elige lo que quieras.
Escogí un avión biplano de lata, grande y colorido, al que le giraba la hélice cuando friccionaba las ruedas contra el suelo. No he olvidado aquel avión, y recuerdo haberlo cuidado mucho más que al resto de mis juguetes, tal vez porque lo había conseguido a costa de dinero propio, o porque continuaba maravillado de que, aquel precioso artilugio, hubiera ido a parar a mis manos como pago por haber hecho algo a lo que yo no daba la menor importancia.
12.- El coche de papá
Había pocos coches en Nador; unos cuantos taxis de marcas americanas, pintura negra y traseras elevadas para disimular sus cargas extras a los aduaneros; un Plymouth, también oscuro y de alguien pudiente; un Simca Ariane de colas esbeltas y librea rojo vino y beige; un par de Mercedes de clásica pintura azul, y unos cuantos vehículos más que, por su poca relevancia, apenas si puedo recordar.
También había camiones, pero pocos; me acuerdo perfectamente de que, por mi calle, sólo pasaba uno que iba a encerrar —que era como se decía, dándole a los monstruos mecánicos una cierta consideración de animal vivo y salvaje que podía, por sí mismo, escapar si no se le impedía— a un garaje cercano. Era un Bérliet color burdeos, semi-chato y con los aros de las ruedas pintados en blanco; lo empleaban para cargar caolín, con lo que las manchas y reboses de su carga habitual no hacían más que añadir un toque de elegancia a los adornos blancos.
Cuando jugábamos en la calle de tierra, frente a la puerta de mi abuela, y oíamos el ronquido del motor del Bérliet del caolín, interrumpíamos el juego y nos dedicábamos a contemplar la llegada del solitario vehículo de carga, de cuya trasera, normalmente, colgaban uno o dos niños —regancharse de los camiones era un deporte común— y, a veces, un morillo tonto que aprovechaba para robar trozos de caolín adheridos al volquete. Nunca supe para qué los quería —para hacer jabón, decían algunos—, por lo que yo dudaba de que, realmente, el tonto lo fuera tanto ya que, a lo mejor, le sacaba un buen producto a las bolas de mineral blanco que cogía a diario.
Después de encerrado el camión, se había acabado el tráfico en mi calle, a no ser por las camionetas Mercedes y Bedford que acudían al zoco con la mercadería del día siguiente, pero que no eran un peligro, ya que bajaban desde el matadero y apenas si asomaban por un extremo de la calle durante unos segundos.
Tener coche era señal de inmejorable situación económica; pero, poco a poco, la sociedad de consumo se fue introduciendo incluso en Nador, y cada vez era más difícil jugar en medio de la calle sin que el paso de un vehículo —o dos, pero no más de tres— interrumpiera los pilla-pilla, el ziriguizo o la piola; aunque, como ésta se jugaba contra la fachada de las casas, sólo se detenía por el hecho insólito de ver pasar un coche a menos de tres metros, y no por el peligro intrínseco de ser aplastados bajo aquellos parachoques cromados.
Y llegó el día en que mi padre se compró uno. Era un Ford Prefect de cuatro puertas, chiquito, inglés y con sólo tres marchas, que se introducían por medio de una larga palanca inclinada, de color hueso —como todo el coche—, rematada por una bola de considerables dimensiones que, después, me fue recordada por la de los jeeps. Era de segunda —o tercera— mano, y tenía matrícula de Casablanca 8263-27, correspondiendo las dos últimas cifras al código de la citada ciudad marroquí. El motor era de cuatro cilindros, y se ponía en marcha tirando de una perilla color hueso rotulada con una S que yo no acertaba a asociar con la acción de arrancar o poner en marcha.
Era la joya de la familia. Pero tenía un defecto: cuando subían en el asiento trasero un par de pasajeros adultos, la dirección se resentía de alguna forma y, apenas se salvaba un bache, el volante comenzaba a abaniquear como un loco hasta que, dosificando la velocidad por medio del acelerador, el temblequeo de los órganos mecánicos se calmaba hasta la siguiente irregularidad.
Mi padre y mi tío José, que era —y es, aunque ahora no ejerce— mecánico, probaron de todo: equilibrados de ruedas, cambio de medida de las llantas, cambio de los neumáticos, ajuste del sinfín… Pero el dichoso Prefect siguió haciendo de las suyas y, a cada bache, si iba cargado de atrás, dale que te pego con el abaniqueo.
Pero, con tembleque y todo, el 8263-27 color hueso viajaba los catorce kilómetros de curvas hasta Melilla para participar, con motivo de la fiesta de san Cristóbal, en el desfile que se organizaba en la explanada de Rostrogordo y que recorría las calles de la ciudad.
El coche era el juguete y el sinvivir de ambos cuñados; revisiones, reparaciones y desarmes por el mero gusto de hacerlos se sucedían, aprovechando que uno de los almacenes de la fábrica de harinas fue habilitado como garaje para los empleados. Pero no hubo manera de quitarle del todo —aunque se consiguió mermar bastante— el curioso y temperamental abaniqueo de la dirección.
Y, un buen día, mi madre dijo de llevarlo.
Algunas mujeres conducían, como en las películas americanas, y las diversiones en Nador eran tan pocas que aquello de comandar un coche sonaba a verdadero acontecimiento. En la puerta de mi abuela comenzaron las clases, aprovechando los dos arbolillos que limitaban el aparcamiento.
Mi padre, en el asiento de la derecha, dirigía y aconsejaba, mientras que mi madre se atoraba entre la primera y la marcha atrás. El resto del público —mi tío, algunos vecinos, mi hermano y yo— contemplábamos la escena con reverencia y curiosidad —los dos últimos con la ascendencia innegable que daba el que tu padre tuviera coche y, además, tu madre condujera.
Pero llegó la catástrofe: el lío entre freno y acelerador, y entre primera y marcha atrás, acabó con un ¡¡¡frena!!! de mi padre, que mi madre obedeció pisando a fondo y con urgencia el acelerador. Y el Prefect, marcha atrás, fue a impactar con uno de los arbolillos que tembló, enclenque, pero lo suficientemente valiente como para hendir de forma aparatosa el parachoques trasero en su mismo centro.
El disgusto fue tan grande que mi madre no volvió jamás a tocar un volante.
Además de todas estas peripecias, el coche de papá fue protagonista, en cierto modo, de un episodio que, a pesar de mi corta edad, quedó grabado en mi mente de un modo perdurable y peculiar. Fue una tarde de no recuerdo qué año –debía de ser 1959 o 1960—, en que, formando caravana con el Simca de mi tío Herminio, emprendimos el viaje a Melilla a través de aquellos endiablados 14 kilómetros de curvas mal delineadas y peraltes invertidos. Al llegar a la frontera, no había apenas cola, y pasamos lentamente la aduana marroquí, antes de rebasar el último control –que conocíamos como el bidón— y trasponer el puentecillo que daba paso al puesto fronterizo español.
No sé si llegaba a percibir la tensión y la alerta en mis mayores, creo que algo raro sí noté; pero no lo relacioné en absoluto con la escena que aconteció cuando, una vez en territorio español, mi tío detuvo su Simca y dejó que se apeara un amigo suyo que viajaba en el asiento de la derecha, quien, acto seguido, se arrojó de bruces sobre la calzada y se puso a besar el suelo español. Oí que mis padres comentaban algo, aliviados, pero no atendí por estar mucho más fascinado por la imagen de un adulto haciendo algo que yo, a mis cinco años, no entendía.
Luego me explicaron que, aquel amigo, se llamaba David Corcía Neftalí, y que era un judío que había conseguido escapar del sistema represivo marroquí, que prohibía a los hebreos abandonar el país.
Ni que decir tiene que, en aquella época, toda explicación se encontraba con una carencia absoluta, por mi parte, del menor entendimiento; a no ser los argumentos más sencillos de las películas de adultos, poco más alcanzaba a racionalizar mi mente de un lustro de edad. Pero sí comprendí que, de alguna manera, el coche –o mejor los coches—eran medios útiles que ayudaban a realizar cosas extrañas muy parecidas a los argumentos de Hollywood.
Más tarde, con el correr de los años, me he visto en la necesidad de estudiar a fondo aquella situación que se dio en el Marruecos recién independizado de España y Francia, y entonces comprendí en su justa medida a qué venían aquellos besos de agradecimiento de nuestro amigo judío.
13.- Colegio de estreno
La noticia llegó un buen día: ¡nos mudamos de colegio! Y, a pesar de que nos lo pasábamos tan bien en aquel viejo cuartel, la idea de estrenar un nuevo centro nos llenó el alma de alegres sensaciones. Los nuevos locales del Grupo Escolar Lope de Vega habían sido erigidos muy cerca del mar, en el mismo paseo marítimo, entre el Consulado de España y el puertecillo pesquero. Era un complejo pequeño pero atractivo; ventanas modernas, patio pavimentado con retales de césped, surtidores de agua potable y unas pizarras de color verde que nos extrañaron a todos, hasta que don Manuel, el maestro, nos explicó que eran mejores que las negras porque descansaban la vista.
Una semana entera nos llevó efectuar el traslado, y La Fila se organizó un par de veces más, cada día, para llevar a mano los libros y otros útiles desde el colegio viejo al nuevo. Si ya era bueno vivir el estreno, no menos agradable resultaba perderse las clases mientras actuábamos de porteadores por una senda retorcida que nos llevaba, desde la entrada de Nador, hasta las inmediaciones del Morabo y el puerto para liberarnos de nuestra carga en aquellas aulas vacías que, aún, olían a pintura fresca.
El nuevo colegio significó un drástico cambio en nuestros usos y costumbres; por decirlo de alguna manera, nos civilizó, al acostumbrarnos a los pasillos y aulas limpios y espaciosos, a los recreos con sabor salino y a la predisposición favorable del profesorado que, feliz por el cambio, parecía mucho más amable que antes, aunque era imposible pedirle a don Manuel Sevilla que fuera más agradable con nosotros. Pero, como todo en esta vida, lo nuevo alejó a lo antiguo, sea bueno o malo, resultando que, al poco de estar ya habituados a los nuevos locales, empezamos a echar de menos el colegio viejo, sus escaleras destartaladas, sus ventanas que no cerraban bien, las veredillas por entre los calabozos y la imprescindible Fila, ya innecesaria por cuanto nuestro trayecto de ida y vuelta a casa no abandonaba en ningún momento el casco urbano. Y llegué a preguntarme de dónde sacarían los morillos de las cábilas, a partir de entonces, la tiza que conseguían quitarnos cuando, por perezosos, debíamos alcanzar el colegio viejo sin la protección del diario convoy infantil.
También se instauró el matutino acto de izar bandera mientras cantábamos los himnos respectivos a cada cual. Los alumnos españoles tuvimos que aprendernos aquello de viva España, cantad conmigo, hijos del pueblo español…, mientras se alzaba la enseña roja y gualda; a su tiempo, nuestros compañeros marroquíes, iniciaban el canto de su canción a la bandera, hasta que la enseña roja con la estrella jalifiana verde alcanzaba el tope del mástil.
Pero, al poco tiempo —es curioso el afán de los niños de salirse por la tangente—, los papeles acabaron invirtiéndose y, a fuerza de oírnos mutuamente, ellos aprendieron el himno nacional y, a nosotros nos encantaba berrear bien de mañana aquel galimatías en árabe de hiá aalamí, hiá aalama al-magrebí… que ensalzaba a la enseña del reino de Marruecos, con lo cual se conseguía que, cada bandera, fuera izada en medio de un tronar de su idioma oficial que, por separado, no hubiera supuesto tanto derroche sonoro.
El nuevo colegio introdujo, en mi caso, otro cambio más. Era 1963, y mi hermano Francisco José contaba los años precisos para empezar a sufrir las torturas de la enseñanza, disfrazado de párvulo. Salíamos juntos de casa, de la mano, como los niños buenos; alcanzábamos el Paseo de las Palmeras, casi siempre, bajo la mirada de mi abuela María, que se asomaba a la puerta de su casa para velar por nuestra integridad en un pueblo sin delincuencia ni tráfico rodado, y que era relevada por mi otra abuela, Herminia, que vivía en esa otra calle y podía controlarnos hasta que alcanzábamos el Paseo Marítimo cerca del club náutico, a un paso ya del colegio.
Mi hermano Francisco era pequeño —por algo era el menor—, rubio y tranquilo, y caminaba con una ligera sonrisa de parvulito flotando sobre la corbata de lazo —no sé si verde o roja— añadida al babero blanco para diferenciar a los más pequeños del resto de las clases. No sentía las mismas inquietudes que yo, pero se plegaba de buena gana a los deseos de su hermano mayor. Un día, aprovechando el recorrido hasta el cole, me permití introducir una variante y, en lugar de ir hasta el Paseo de las Palmeras, nos dirigimos directamente hacia la orilla del mar, para recorrer todo el Paseo Marítimo y, de paso, escalar uno a uno todos los tocones de sus jóvenes palmeras acabadas de podar. Yo delante y él detrás, convertimos el mero traslado hasta el colegio en un excitante sube y baja sobre todas las bases de las palmeras desmochadas y apenas crecidas.
A medio día, papá fue a buscarnos, como casi siempre, con nuestra perra Pitusa y, en el trayecto de vuelta a casa, notamos algo raro en la forma de caminar de mi hermano. No hizo falta fijarse demasiado para descubrir una gruesa y larga espina de palmera incrustada por completo en el empeine de uno de sus pies. Le tocó, cómo no, a don Carlos conjurar el problema, y pude afirmarme en mis apreciaciones sobre la flema del pequeño Francisco José, que no necesitó de anestesia mientras, entre el odontólogo y Antonio, su ayudante, horadaban con el bisturí la carne tierna de su empeine hasta lograr extraer el pincho de más de tres centímetros de longitud.
Me parece que no hubo regañina, aunque no me hubiera extrañado, pero probablemente quedó eclipsada en mi memoria por otra posterior que, también, tuvo que ver con mi manía de improvisar aventuras y con la ciega confianza que mi hermano podía en mí.
Era sábado por la tarde; la clínica ya había cerrado y las escaleras, recién fregadas y apestando a Zotal, eran nuestro coto privado de juegos. Aquella tarde, me sentía particularmente inclinado hacia la práctica de la tauromaquia —en Nador no había televisión aún, así que tuvo que influirme alguna novillada, corrida o charlotada tan frecuentes en la plaza de toros de Melilla—; con un delantal, que igual servía de capa medieval que de capote o muleta, y la espada de un disfraz de romano que mis tíos encargaron a los Reyes Magos anteriores, empecé a citar de lejos a mi hermano que, evidentemente, hacía de toro —o novillo tal vez, nunca lo tuve del todo claro—.
El primer muletazo me salió redondo, y hasta me parece recordar que Francisco José, aparte embestir con nobleza, soltó un par de mugidos que quedaron bordados.
La faena siguió: pases de pecho, de espalda, con la diestra y con la siniestra, todo ello aderezado con el tarareo de un pasodoble torero; y, en un fatal momento, decidí calibrar hasta dónde podía llegar la bravura de Francisco.
De espaldas al tramo de escaleras que bajaba, le cité despacio, tapando con la muleta el precipicio de imitación a mármol; Francisco José mugió de nuevo —cada vez lo hacía mejor—, me miró con los ojos amenazadores de un miura, y embistió…
Al final de su vuelo —me parece que dio contra el penúltimo escalón—, sonó un golpe rotundo, seguido de un silencio breve y, cuando yo ya creía que el astado iba a revolverse lleno de rabia para embestir escaleras arriba, mi hermano —el tranquilo y flemático— abrió la boca y empezó a llorar con ganas, mientras la sangre brotaba de su ceja partida.
En esta ocasión sí que hubo lío, aumentado por el hecho de que don Carlos y Antonio no estaban y porque, realmente, aquella brecha sangrante en plena frente del infante imponía lo suyo.
De todas formas, pienso que aquella ceja partida fue una lección sobre el porqué no fiarse ni del propio hermano, aunque el mío nunca me ha dicho nada al respecto.
14. Melilla, la Babilonia del norte
Resulta difícil explicar lo que, para un crío de Nador, significaba la rutilante, la interminable y la bulliciosa Melilla. Recuerdo que me agradaba, particularmente, llegar a la ciudad y pasear por el centro a media mañana de un día laborable, con las calles llenas de gente —parecía mentira que hubiera tanta— que hacían cosas; y lo realmente enigmático era que hubiera tanto que hacer para todo aquel personal.
Lo malo de este disfrute era que, casi siempre, coincidía con una visita al médico; pero no importaba, porque, después de asistir a la consulta, si habíamos sido buenos, mis padres nos llevaban a Armería Eibarresa, a La Casa de Música o a Rialto, donde podíamos elegir un juguete cualquiera que llevarnos de regreso a Nador. Me gustaban las miniaturas de tanques, los camiones o aquellos jinetes del Far West de goma que montaban un caballo espatarrado que, además, tenía el vientre hueco. A veces, el placer alcanzaba cotas impensadas cuando el enfermo era mi hermano, ya que, aparte gozar de mi paseo por aquellos andurriales, acababa también eligiendo el juguete estipulado sin haber tenido que aguantar las exploraciones del especialista.
Pero Melilla era, también, los madrugones intempestivos cada vez que un familiar llegaba desde la península —nosotros decíamos de España, por aquello de que vivíamos en otro país—. El correo llegaba, si podía, a eso de las nueve de la mañana, por lo que en casa se tocaba Diana alrededor de las siete para desayunar, coger el coche y, a la vez, prevenir que, habiendo cola en la frontera, pudiéramos estar a tiempo para la llegada del Ciudad de Alicante o su pareja, el Ciudad de Valencia. Y cuando el mal tiempo retrasaba el arribo, resultaba la mar de entretenido jugar por entre las grúas o ver como los trenecitos de Setolazar eran vaciados, vagón a vagón, del mineral de hierro que iba a parar a las inmensas bodegas de los cargueros sucios de polvillo ferroso.
Otro día hubo madrugón, a pesar de que dormimos en Melilla, en casa de mis tíos, porque llegaba en el correo el Melilla Club de Fútbol que había ascendido a Segunda División.
A mí, que desde siempre los deportes de pelotas me han dejado frío, me sonaba mal aquello de ascender a Segunda; poco mérito debía de tener cuando habría otros por encima. Pero estuvo bien el acto, y el correo —le tocó al Ciudad de Alicante— apareció entre puntales haciendo sonar su sirena, y las pancartas de bienvenida ondeaban a todo lo largo de la muralla que, ahora, oculta la actual estación marítima; aunque lo mejor fue la traca, que atronó el puerto y dio color y sonido a aquella mañana un poco nublada.
Y decía yo que, si por haber ascendido nada más que a Segunda, se preparaba aquello, qué no se hubiera organizado si el ascenso hubiera sido a Primera.
Pero era la feria —las ferias mejor— la que más tiraba de nosotros, niños del más allá fronterizo. La de Cabrerizas y el barrio de La Victoria las veíamos de pasada; pero empezábamos a gozarlas con la del Hipódromo, que era preludio de la más completa del barrio Del Real. Como mis tíos, Isidro y Mary, vivían allí, la cosa se ponía mejor, puesto que el fin de semana de feria emigrábamos para aposentarnos en su casa y tener más cerca la fiesta, empezando por los Gigantes y Cabezudos de la mañana y pasando todo el resto del día en una ilusión constante por ver llegar la hora vespertina de recorrer la calle principal.
Recuerdo los carricoches, las barcas —las pequeñas, porque las grandes nos estaban vedadas— y la noria movida a mano y jaleada por golpes de bombo y platillo, que añadían su chin-chin-pun al vértigo de girar y elevarse a lo menos tres metros del suelo. Había aviones que volaban, pero nos subíamos con papá, y el único altavoz berreante era el de la tómbola del cubo donde tocaban muñecas, cacerolas y juegos de vasos de duralex. También había casetas de tiro, y otras en las que te ofrecían un grueso manojo de cordeles de plástico para que, al elegir uno y tirar, se alzara desde atrás el premio que te había correspondido, casi siempre un colador, un embudo o una muñequilla que, como varones magnánimos, regalábamos a nuestra prima Mari Carmen; claro que ella tenía que corresponder cediendo pistolas de agua y hachas indias que, a veces, también salían.
Aunque había algo que, sin ser atracción, formaba parte indisoluble de las ferias de entonces: eran los puestos de gorros, hechos de cartón y recubiertos de papel de colores; los colgaban de enormes caballetes, formados por tiras horizontales de madera de las que pendían las prendas de cabeza para ofrecerse a los compradores. Yo elegía, casi siempre, gorras de Marina, cuidando que la mía tuviese, por lo menos, una estrella más que la de mi hermano por aquello de la antigüedad; aunque él, más frecuentemente, decidía tocarse con gorros legionarios de borla roja y barboquejo negro; nuestra prima, por supuesto, escogía un gorro de princesa, cucurucho cónico lleno con las mismas estrellas que las nuestras y con un papel de seda fijado en el vértice.
Con ellos puestos, parecía como si todo fuera más real, más colorido, a pesar de que no había espejos en los que mirarnos y, todo lo más, experimentáramos el placer de sentir, medio estrangulándonos, la fina gomilla que impedía volar al gorro si te subías en las barcas.
El colofón era el tiovivo o, como nosotros lo llamábamos, los caballitos. Aquí subía toda la familia, y no solía faltar el retrato que inmortalizaba la cabalgada salvaje a lomos de cuadrúpedos de gesto fiero y dentadura prominente; aunque recuerdo una foto en la que mi tía Mary está montada en un cerdito que no cuadraba en absoluto con la formación circular y gallarda de los rocines de madera.
Pero —siempre hay un pero—, también en la feria había que cuidarse de los enemigos de lo ajeno, algo que en Nador, exceptuando a los menores ladrones de tiza, apenas se conocía; claro que eran los mayores los únicos en tener que prevenirse, especialmente en las apreturas del dancing, de los carteristas —que así se les llamaba porque, al no haber radiocasetes y no ser los coches propiedad abandonada como ahora, no tenían los pobres otra cosa a la que acudir que a las billeteras de los distraídos, aunque también hubo alguno que perdió la estilográfica, que era algo así como el ordenador de ahora, solo que se llevaba encima, fardando al enseñar el prendedor por fuera del bolsillo superior de la chaqueta.
Y uno notaba cómo los mayores avizoraban de tanto en tanto a su alrededor, y se palpaban el bolsillo interior de la chaqueta de verano, preocupados por algo que nosotros ni entendíamos, lo mismo que no nos explicábamos por qué la gente se reía de aquel personaje nervioso, delgado y menudo al que llamábamos Pepe Palillos y que le daba lo mismo deshacerse bajo un escenario haciendo sonar sus claves de madera, que hacer acto de presencia en una boda o acompañar un entierro de los de caballos, siempre con sus palillos en el bolsillo y listos para hacerlos sonar.
Y no eran sólo carteras lo que desaparecían.
Una noche de feria en que atiborrábamos la casa de mis tíos, aumentando el calor propio y renuente del mes de agosto, no había quien durmiera, a pesar de haber alcanzado horas prohibitivas gozando de las maravillas instaladas en la calle central del barrio del general Del Real. Tratábamos de dormir en el suelo, sobre mantas, pues no había quien resistiera el calor de la cama, ni había camas suficientes para acoger a tanto nadorense disfrutador del week end ferial. Mi tío José se adueñó del lugar más cercano a una de las ventanas, conjuró el calor entreabriendo la persiana, que daba a la acera, pues la casa era de planta baja, y colgó sus pantalones en el mismo pestillo de aquélla.
No serían las siete, o puede que fuera el primer cohete de la Diana dominical lo que nos despertó, cuando se echaron de menos los pantalones de mi tío y, lo que era peor, la cartera que había viajado con ellos a través de la rendija de la persiana.
Si fue molesto, para mi padre, tener que regresar a Nador para reponer la prenda, mucho más lo fue, después del fin de semana, el convencer a la policía fronteriza de que toda la documentación había sido sustraída por una mano hábil que encontró, seguramente de retirada del dancing, el filón de los calzones de un nadorense cándido y poco precavido.
15.- El solar de los Gil
En 1963, mi padre disfrutó de sus primeras vacaciones de 30 días; el progreso avanzaba, y no se concebía éste sin hollydays que hicieran el milagro de manejar el tiempo y acortar los años a los lentos once meses restantes.
Fue un acontecimiento, y mis padres vieron entonces la ocasión dorada de realizar un viaje a la península, ¡a Europa!, nada menos.
Mi hermano y yo ya habíamos saltado el charco, dos o tres veces antes, con motivo de bodas o comuniones de miembros de la familia, y nos podíamos dar pinchuría, en el colegio, de conocer Málaga y Almería. Pero aquel otro viaje era distinto.
Corría el mes de abril, y los planes se trazaron de manera que, después de alcanzar Ceuta por carretera, las fechas coincidieran para pasar la Semana Santa y la feria en la mismísima Sevilla.
El madrugón fue de órdago; recuerdo que vi salir el sol, sobre la Mar Chica, mientras me lavaba la cara con dos dedos ateridos por el frío de aquella agua de primavera, según mi estilo, en tanto que, para mi madre, aquello era lavarse como los gatos. Después del desayuno nervioso, paquetes y bultos a la baca, maletas con más regalos de compromiso que ropa y, alrededor de las nueve, en marcha hacia el Oeste.
En aquella época, viajar por carretera no era cosa de todos los días, y mi padre no las tuvo todas consigo hasta que logró que mi tío José, el mecánico, accediera a acompañarnos un trecho…, hasta Algeciras nada más, en donde se separaría de nosotros para seguir viaje a Málaga por su cuenta.
Pero el Ford Prefect tuvo la gallardía de no sufrir ni una sola avería a lo largo de la —entonces— difícil ruta hasta Tetuán a través de las montañas del Rif. Con sus tres marchas, su motorcito que parecía una máquina de coser y su persistente abaniqueo de la dirección, que nunca se consiguió atajar, recorrió los llanos del Garet, superó la temida Meseta y rugió en el frío de los montes de Targist y Ketama como si fuera un león, cargado con tres adultos, dos niños y una impresionante colección de regalos que hacían de aquel viaje algo así como los que realizaban las embajadas de la antigüedad, cargadas de presentes para tal o cual rey.
Nuestros tíos de Tetuán se adelantaron unos kilómetros para recibirnos, como el que baja al jardín para ver llegar a un amigo, tal era el carácter inusitado de un viaje por aquellos andurriales y en aquellas fechas, y nosotros vislumbramos su coche nuevo, un flamante Peugeot 203 estacionado en la cuneta y rodeado por familiares que saludaban, a la caída de la tarde.
Empleamos casi doce horas en recorrer los fantásticos e infernales 437 kilómetros que separaban Nador de la que había sido capital del Protectorado; habíamos hecho el viaje a una velocidad media de 36,4 k/h, lo que, dadas las condiciones antes mencionadas, no era un récord, pero tampoco estaba mal.
De Tetuán recuerdo, sobre todo, sus trolebuses, que surcaban las grandes calles y plazas adoquinadas y, de cuando en cuando, soltaban un chispazo con la catenaria que hacía brillar las fachadas; también había un parque, y una especie de zoológico donde había una mona que se dedicaba a mirarse un ojo en el trocito triangular de un espejo que alguien le dejaría caer en la jaula.
Pero el largo trayecto por venir tiraba, y no deseábamos otra cosa, después de un par de días en la ciudad, que proseguir la ruta. Llegar a Ceuta no fue nada, después de lo rodado y a pesar de aquellos tristones 34,6 k/h. de media, que, en aquel trayecto, subieron hasta casi rozar los 50.
El barco que nos hizo atravesar el estrecho fue el Virgen de África, y desde su cubierta pude presenciar, por vez primera, puesto que los trayectos de Málaga a Melilla eran siempre de noche, una inmensa manada de delfines, lo breve de la separación entre los dos continentes y la mole atractiva del Peñón de Gibraltar, envuelto en la bruma de un levante tan fuerte que nos mojó varias veces con sus rociones de espuma, que alcanzaban la cubierta de botes.
En Algeciras, la Aduana nos tomó por emisarios del rey de Saba, entre matrícula negra y cargamento de presentes que, no obstante, ya había mermado un tanto en Tetuán.
Y Sevilla me gustó nada más verla; aunque, la verdad, yo me esperaba una ristra de rascacielos a lo Manhattan, que no volví a recordar en cuanto me eché a la cara la Giralda y aquel río que llevaba diez o veinte veces más agua que el Muluya que yo conocía.
De lo demás, sólo recuerdo los pisotones y el gentío de la Semana Santa, lo bien que sonaban las bandas de música y el dolor de pies de tanto recorrer la feria de cabo a rabo. En cambio, no me olvidaré nunca de mis primos sevillanos, de nuestros juegos interminables alrededor de la Cruz del Campo y en las calles del barrio del Nervión; ni tampoco de una niña que, en la azotea de la casa de mis tíos, me dijo que quería ser mi novia. Siento no recordar su nombre —hay de por medio treinta años—, pero sí recuerdo que María José, mi prima, hizo de oficiante en una especie de boda que celebramos, aquella niña y yo, en el lavadero de su azotea que sirvió como capilla.
Pero quedaba más viaje: Extremadura nos aguardaba con las raíces de mi abuelo paterno divididas a medias entre Zafra y un pueblecito llamado Feria. Poco recuerdo de la primera, pero la visión de aquel castillo erigido en lo alto del único cerro en muchos kilómetros a la redonda, y que hace que Feria sea llamado El faro de Extremadura, me impactó desde el primer momento.
Lo segundo fue el recibimiento.
A medida que nos acercábamos al pueblo por la carretera de tierra, íbamos viendo a gentes que nos saludaban desde los campos y, al superar el repecho donde se iniciaba el reducido casco urbano, una nube de chiquillos de todas las edades comenzó a perseguir al Prefect al grito de ¡un coche, un coche…!, mientras bailaban y chillaban como locos, haciendo a mi padre difícil la tarea de conducir por aquellas callejas empedradas, sonriendo a pesar de todo.
La casa de mis bisabuelos era una construcción clásica rural de aquellos pagos; fachada de piedra y ventanas más bien pequeñas, y la puerta, curiosamente, estaba en la segunda planta, no al nivel de la calle, llegándose a ella por medio de una escalinata con un lado adosado a la gruesa pared. El interior era una mezcla apasionante de corredores, escaleras y habitaciones divididas a su vez en cuartos más pequeños y sin puertas que los aislaran entre sí. La cocina era enorme, y por el patio se llegaba a la cuadra, al corral…, y al retrete.
Y si el castillo del pueblo me impresionó, la casona se prestó a toda clase de dislates de mi imaginación, y los braseros situados bajo las mesas trataron de calentar mis pies africanos ateridos de frío; aunque fue aquel retrete rústico ubicado en la cuadra lo que me quedó grabado para siempre, sobre todo después de saber que, en todo el pueblo, tan sólo había una o dos casas que contaban con un cuarto de baño tal y como yo los concebía.
Era una verdadera odisea usar aquel peligroso excusado, formado por cuatro tablas que bordeaban un agujero conectado directamente con el corral; pues, mientras que los mayores sólo tenían que preocuparse de que una gallina no les picoteara do más pecado hay, mi hermano y yo, aterrados, corríamos el riesgo añadido de perder pie y colarnos por aquel volcán de cráter atestado de cabezas de aves que esperaban su ración. Únase a esto el tener que alcanzar aquel inodoro —más bien odoro— en la oscuridad de la noche —no había luz eléctrica—, a través de una casa enorme y desconocida, y sorteando el peligro advertido por mi tío-abuelo Manuel de que, al no reconocernos, el asno tremendo que nunca dormía podía sacudirnos una coz de espanto, para que mi hermano y yo sufriéramos calambres de esfínteres durante las horas de oscuridad, hasta que mi tía, al darse cuenta, nos proporcionó un grandioso orinal que nos evitó el suplicio.
No recuerdo cuanto tiempo estuvimos en el solar de los Gil, pero, como uno se acostumbra a todo, cuando llegó la hora de retornar hacia el Sur llegué a sentir tristeza.
Pero, a los ocho años, la tristeza es efímera, sobre todo cuando se viaja en el asiento trasero y los padres de uno van pendientes del paisaje y la carretera. Con suma paciencia, mi hermano y yo nos dedicamos a desarmar sendos sombreros cordobeses de cartón, comprados en la feria de Sevilla; desprendimos largas tiras del papel gris que los recubría y, abriendo una pequeña rendija en el cristal de las dos puertas traseras, dejamos salir aquella especie de gallardete —parecía mentira que fuese tan largo— hasta que, con un centímetro en la mano, volvimos a cerrar el cristal, que sujetó el extremo.
Era grandioso pasar por los pueblecillos, las aldeas o los campos llenos de gente, que saludaba a voz en grito y agitaba las manos al paso de aquel solitario coche engalanado con dos largas serpientes de papel que revoloteaban en el viento de la marcha.
Mi madre se extrañaba, mi padre también, de ser origen de tal alborozo; mirar hacia atrás no les revelaba nada, por cuanto las dos bastas serpentinas permanecían extendidas a ambos lados del coche; hasta que mi padre, por el retrovisor de su lado, se apercibió del despliegue restallante que convertían al Ford en una especie de irrisorio cometa.
Así nos despedimos de Extremadura, camino de Sevilla y con el regreso a casa cercano, vía Málaga. Y aquel viaje, no sé por qué, me dejó grabada la idea de que España —nosotros no decíamos Península— era un país extraño, peculiar y un poco triste; a pesar de aquella niña sevillana que quiso ser mi novia, y gracias, seguramente, al raro y peligroso retrete de nuestra casona de Feria.
16.- El atractivo del fuego
Nos habíamos mudado ya al piso de arriba, más grande, después de que se marcharan los inquilinos del FLN argelino dejando las paredes llenas de mapas, la cocina manchada con el carbón de los anafes y la bañera llena de tierra en la que habían plantado hierbabuena. La casa era un sueño: una terraza a levante, con un banco de azulejos amarillos y un arriate, donde mi padre plantó claveles y trepadoras. Del otro lado, un enorme patio abierto al sol y al cielo, en forma de L y de no menos de diez metros de largo: ideal pista de competición para los triciclos y, un poco después, de la bicicleta; ¡cuatro habitaciones!, un enorme comedor abalconado, cocina, cuarto de baño y un pasillo en dos niveles cuyo escalón divisorio parecía hecho a propósito para servir de parapeto a los muñecos con los que jugábamos a la guerra.
Mis abuelos paternos, después de la jubilación de él y vendida su casa, ya vivían con nosotros, en una habitación que comunicaba con la nuestra, y, apenas comenzadas las vacaciones de verano, mi abuelo Severiano tomó a su cargo la formación musical de su nieto mayor.
Guardo un buen recuerdo de aquellas mañanas —frescas antes de que el sol abrasara—; la terraza, baldeado el piso y regadas las plantas, olía a claveles y a tierra mojada; en la sombra y el silencio matinal tamizado por la proximidad del zoco, las clases de solfeo fueron avanzando a ritmo de metrónomo y de la mano derecha del severo profesor, que señalaba los compases. Me acuerdo todavía de memoria de la lección número 8 del método Eslava; pero no era yo demasiado feliz al no comprender que mi buen oído musical no era bastante; oía jugar a mi hermano, y el asueto del estío tiraba de mi mente agobiada por corcheas y semicorcheas, fusas y semifusas. Y, entonces, entraba en juego un canuto de cartón con el que mi abuelo enderezaba mis despistes y falta de atención, propinando un canutazo —ligero, eso sí— sobre mi cabeza cada vez que, por desidia, me saltaba una nota.
Con los abuelos en casa, mis padres eran mucho más libres de ir y venir sin niños o salir por las noches a los cines de Melilla. A nosotros nos encantaba: cenábamos y disponíamos de un tiempo extra para jugar o para que la abuelita Herminia nos contara uno de sus interminables, conocidos y no menos deseados cuentos de conejitos y lobos. Al otro día, el desayuno se veía acompañado por una chocolatina que nuestros padres nos compraban en el mismo ambigú del cine. Luego, durante la comida, mi padre nos solía contar la película que habían visto y que, a pesar de la censura que imperaba, él seguramente volvía a recortar, convirtiendo una de aquellas gravemente peligrosas en un film completamente tolerado.
Creo que fue entonces cuando se creó en mí la afición al cine que aún me dura, aunque nunca ha podido superar a lo que es mi gran vicio: leer.
En casa había bastantes libros, todos ellos llenos de letras, a excepción de una colección de la editorial Molino con los mejores títulos de Verne, Salgari y otros escritores de aventuras. Estaban encuadernados en rojo y, cada dos o tres páginas, un dibujo a plumilla me abría las puertas de la fantasía, a pesar de que el pie en cursiva trataba de encarrilar la ficción en el mismo sentido del resto del texto; pero yo obviaba aquella influencia y me trazaba argumentos distintos para mi único disfrute. Llegué a conocerme de memoria, y por orden, todas aquellas ilustraciones en blanco y negro que, no obstante, repasaba de cuando en cuando para mantener viva la llama de aquella especie de ansia onanista del intelecto.
Otra cosa eran los tebeos. El Capitán Trueno, El Jabato y aquella interminable colección apaisada de Hazañas Bélicas llenaban los estantes de la habitación que compartía con mi hermano. En ellos sí respetaba los argumentos, aunque casi siempre ideara un final distinto al que figuraba en cada historieta.
También me llamaba la atención un detalle respecto a los últimos nombrados, a saber: cuando las historietas relataban una hazaña entre aliados y alemanes, estos últimos eran los malos; en cambio, cuando el episodio transcurría en el frente del Este, los malos eran siempre los rusos y, los alemanes, los buenos. Claro que no estaba yo ducho en tendencias ni imposiciones políticas que influían hasta en las publicaciones infantiles, pero el asunto me servía para, una vez más, cambiar los argumentos y ver la situación representada bajo el punto de vista contrario. Así, los malos no eran tan malos y, los buenos, cuando luchaban contra otros que lo eran más, no tanto.
No me cabe la menor duda de que aquella especie de historietología comparada me sirvió de mucho: me enseñó a no dar nada por sentado hasta el punto en que, hoy día, no tengo demasiado clara la diferencia entre el bien y el mal, y eso —creo— es bastante bueno; aunque, como digo, siempre dudo, sobre todo de lo último que acabo de afirmar.
El caso es que, una noche que mis padres estaban fuera, se fue la luz —algo tan habitual en Nador que hacía que las velas figuraran como primera necesidad en todos los hogares—. A pesar de que eran ya las diez, hora de dormir, logramos convencer a la abuelita de que nos dejara la vela encendida, y ella, de natural bondadoso y nada mal pensada, se fue a la cama con la tranquilidad de saber que sus dos nietos no verían ensombrecidos sus sueños por la ominosa oscuridad que envolvía al pueblo entero.
Pero no nos dormimos; cuchicheando para no hacer ruido, rendimos culto a la vela y caímos en la fascinación de aquella llama que brillaba en la negrura del cuarto; hasta que, cansados de adorar al fuego, decidimos alimentarlo. Tomé los tebeos más atrasados y, primero con mucho recato, arranqué la esquina de una hoja y la acerqué a la punta de la llama leve del cirio hasta que, a punto de chamuscarme los dedos, retiré la mano valiente capaz de dar de comer a aquel ser bailante, bello y silencioso. Luego fue una hoja entera, y era delicioso ver cómo lo impreso palidecía antes de convertirse en carbón, retorciéndose y yendo a volar hasta el suelo como un imposible copo de nieve negruzca.
Hasta mi hermano se animó y, al poco, ya colaboraba en presentar papeles al monstruo a la misma velocidad con que yo arrancaba las hojas de los tebeos viejos. No sé cuántos quemamos —muchos—, pero nos quedamos dormidos sobre un edredón de papeles chamuscados; con las manos, las caras y las sábanas tiznadas, y el ánimo plácido del que ha dado fin a una liturgia particularmente grata.
Huelga decir que nos despertaron los gritos de mi madre que, al entrar, después de las doce, se llevó un susto de muerte al captar el tremendo olor a quemado que invadía toda la casa. Hubo ración de zapatilla, y hasta la abuelita Herminia recibió su regañina por dejar de la mano a aquellos dos retoños pirómanos.
Siempre me ha gustado el fuego, pero entonces yo no podía saber que aquel conato de incendio a base de vela y tebeo era una fiel premonición de lo que, a los pocos meses, nos habría de acontecer.
17.- La entrada del infierno
Recuerdo que todo empezó como en las películas de suspense. Era la fiesta marroquí del Trono, el 24 de marzo de 1964, y mis padres habían sido invitados por las autoridades locales para asistir a una representación teatral o algo por el estilo.
A eso de las diez, mis dos abuelas charlaban en la cocina; mi abuelo, como cada noche, escaneaba todas las posibles frecuencias de radio con el receptor que tenía en su cuarto, para acabar seguramente haciendo lo de siempre, es decir, oyendo Radio París o la BBC de Londres.
Mi hermano creo que dormía ya, y yo me arrastraba por el suelo empujando un jeep en miniatura de plástico, de color verde, con una estrella blanca sobre el capó y fabricado por la casa Eko, que hacía rodar sus minúsculas ruedecillas sobre toda la extensión de la cocina amenizada por la charla de las dos abuelas.
Se preguntarán cómo recuerdo aquellos detalles de hace casi treinta años, pues bien: no lo sé, aunque, cada vez que he vuelto a ver una de aquellas miniaturas de Eko, me acudía a la memoria la noche de marras.
Mis abuelas, entre charla y charla, se quejaban de aquel calor tan raro para estar en Marzo; y lo dijeron varias veces, pero no fuimos capaces de deducir que aquel sofoco se debía al incendio que se estaba fraguando al otro lado de aquel mismo edificio.
Pasó el tiempo; mi abuela María se marchó y nos acostamos, aunque Pitusa, nuestra perrilla, que dormía en el largo patio que lindaba con la fábrica de harinas, estaba más que inquieta, gruñendo y rascando la puerta con sus patas. Pero no hicimos caso y nos fuimos a la cama sin reparar en aquella calefacción extraordinaria que nos hacía sentirnos casi en verano.
Lo siguiente que recuerdo es a mi padre despertándonos a mí y a mis abuelos, mientras envolvía a mi hermano con la colcha de su cama; mi madre, mientras tanto, hablaba, casi gritaba, por el teléfono, y yo corrí hasta la puerta del patio para dejar salir a la perrilla, que parecía estar ya dislocada.
Al abrir la puerta, aquel tono rosado que alumbraba el tejado a dos aguas de la fábrica, me cautivó, por más que Pitusa gemía y ladraba de puro terror; se oía ruido de piezas grandes que caían, y el fragor del incendio se convirtió ya en una especie de música de fondo que acompañó a todo cuanto hicimos antes de salir.
Mi abuela Herminia clamaba, sin salir de su dormitorio: la ropa, la ropa…, y mi madre, que ya había renunciado a hacerse oír por los bomberos, cuyo cuartel estaba a unos escasos cincuenta metros, había cedido el teléfono a mi padre, que acudió a la seguridad de reclamar ayuda del director de la fábrica, llamando a su domicilio de Melilla y recomendando que, de paso que venía, se trajera a los bomberos de la aquella ciudad.
Empezó a entrar humo, y yo bajé a la calle junto con mi padre, que llevaba en brazos a mi hermano, todavía dormido; pero, después de ver cómo lo entregaba a un hombre que admiraba el incendio y retornaba a la casa, volví a subir por acercarme un poco a aquella fragua gigante que resoplaba a unos metros de mi dormitorio.
Mis abuelos bajaban, lentos, las escaleras; mi madre, al ver al cabeza de familia que subía de nuevo, preguntó por el pequeño, y el miedo al incendio se sumó a su desesperación de saber a Francisco José en brazos de un desconocido.
Apaga las luces, fue la última orden que mi padre, como el capitán de un barco que se hunde, dio antes de abandonar definitivamente la casa. Pero las habitaciones estaban llenas ya de humo; las bombillas eran puntitos de luz tenue, y tuve que esforzarme por recordar dónde estaban los interruptores que tanto había usado.
Al ir a cerrar la puerta del dormitorio de mis abuelos, el muro que separaba las viviendas de la fábrica se derrumbó parcialmente, y la grieta ominosa y terrible dejó ver el otro lado en llamas, como si fuese la entrada de un averno cercano y muy caluroso.
Empezaron a sonar explosiones sordas, mezcladas con la barahúnda de los elementos de madera, muy numerosos; y, cuando ganamos la calle, ya definitivamente, el cielo de Nador se había puesto anaranjado como en un amanecer artificial provocado por el enorme incendio.
Los bidones del combustible para los motores estaban almacenados en el último piso, y las llamas lamían ya el suelo de madera, recalentando el gasoil y preparando la gran explosión. Los bomberos de Nador, alertados ya por las llamaradas y las explosiones de todos los extintores, abandonaron su cuartelillo, adornado con guirnaldas y ristras de bombillas, en honor a la conmemoración del día, y movilizaron sus efectivos para hacer frente a la catástrofe. Pero la manga que tendieron desde la playa apenas si orinaba un ridículo chorrito que caía cerca de los pies del que la sostenía; fallaba la bomba y, como no había coches cisternas…
Llegaron, a todo gas, tres o cuatro vehículos contraincendios melillenses, retrasados a causa de que la policía de la frontera marroquí les había pedido a todos… ¡los pasaportes!
A aquella hora, yo ya daba vueltas en torno al edificio que ardía, contento de ver que nadie me controlaba y de que mi abuela María, a cargo del pequeño Francisco José, de mis otros abuelos y de preparar café por litros, no podía impedirme campar a mi libre albedrío en torno a aquel tremendo desbarajuste que había puesto en pie a todo el pueblo.
Por fortuna, los bomberos españoles pusieron fin a la tragedia con suficiente rapidez; escalando la fachada, haciendo saltar las ventanas enrejadas con sus hachas, se metieron de lleno en el fuego y mataron a las llamas antes de que todos aquellos miles de litros de combustible saltaran por los aires.
Y yo, en algún momento de la noche, sentí sueño, me fui a casa de la abuela María y me acosté como si tal cosa.
Al día siguiente no fuimos al colegio, y pude acompañar a mi padre cuando entró por vez primera en nuestra casa. La perra, a pesar de su poca corpulencia, se hizo la fuerte y consiguió que la dejáramos en la calle; no quería entrar en aquel edificio que apestaba a humo, a harina y salvado quemados y podridos por el agua de las mangueras, y a ropa vieja.
Nuestra casa no había sufrido mucho; aunque la grieta en el muro se había agrandado y dejó la cama de mis abuelos llena de cascotes de hormigón y tizne de las llamas; pero amenazaba ruina, y no se podía habitar de nuevo. El patio donde tanto había jugado estaba triste, sucio de hollín y silencioso, y una carriola de madera parecía querernos hablar del desastre acontecido mostrando sus varales en alto, liberados del caballo de plástico que el calor había fundido por completo.
Al otro día, entré con mi tío en la fábrica, y aquello sí que era algo para contar; todo negro, el metal retorcido y la madera carbonizada; los molinos parecían matronas de falda larga liberadas de todo cuanto, un día, había estado unido a ellas; los tubos, las correas de transmisión, los elevadores, casi todo había desaparecido, y sólo perduraron las piezas grandes metálicas, que estaban negras y como sorprendidas todas en una extraña postura. Y el olor… Olía a trapos húmedos, y otra especie de aroma dulzón impregnaba todo y se nos pegaba en las ropas y en la carne.
No volvimos a nuestra casa, no podíamos; trasladamos los muebles a la destinada para el ingeniero molinero, que no residía en Nador —y al que mucha gente culpó del incendio por haber estado molturando, a escondidas en aquel día de fiesta nacional, trigo de origen difícilmente explicable—, y comenzamos de nuevo la vida de antes, con un cuarto de juegos más grande, pero sin nuestra terraza que daba a levante ni el enorme patio a cielo abierto. La fábrica de Beni Enzar se reactivó; y mi padre pasó, de vivir en la misma fábrica, a tener que hacer, a diario, los veintiocho kilómetros de ida y vuelta entre Beni Enzar y Nador, lo que fue el primer indicio de que, en poco tiempo, íbamos a cambiar de residencia.
Y lo hicimos; nos mudamos a Melilla al año siguiente, pero teníamos tanto en Nador: familia, amigos…, que, al principio, todo no fue más que una transición tan suave que apenas si nos llegó a impactar.
Aunque, a mí, aquella noche de incendio me marcó por completo —me traumatizó que se dice ahora—, haciéndome incapaz, hasta hace muy poco, de gozar de una bata, unas zapatillas o el pijama para andar cómodo por casa; y mi mujer se sorprendía de verme frente al televisor, o apurando el tiempo antes del sueño leyendo completamente vestido, calzado y con las llaves colgadas del cinturón…, por si acaso. Hasta hace bien poco, unos cuatro o cinco años, no fui capaz de ver la relación entre mi equipamiento completo y aquel incendio que me echó de casa cuando tenía nueve años.
No he olvidado el tono naranja-rosado que mostraban, aquella noche, las caras de la gente, las fachadas de las casas y el cielo de Nador; sueño a veces con ello, y resulta agradable. Y tampoco he olvidado la visión de aquella grieta en el muro que mostraba lo que, para mí, era una fiel representación de la puerta del infierno.
18.- Nuevos melillenses
Dicen que el fuego purifica, al menos eso mantenía la Santa Inquisición, por ejemplo; pero, en mi caso, aquella inmensa hoguera en que se convirtió la fábrica de harinas me hizo la puñeta, y bien.
Como dije en el capítulo anterior, tuvimos que mudarnos al único piso que no había sufrido los embates de las llamas; aparentemente, nada había cambiado. Mi hermano y yo teníamos un espacioso cuarto de juegos, cuya ventana daba directamente sobre la bullanguera puerta del zoco, pero, en cambio, nos habíamos quedado sin el gran patio en forma de L y la bonita terraza con claveles y trepadoras —que nunca llegaron a trepar hasta donde se esperaba de ellas— por entre los que trazábamos caminitos en la tierra par que pasaran nuestros cochecillos. Mi padre tuvo que recorrer, a diario, el camino hasta Beni-Enzar para acudir a su trabajo en la vieja fábrica reactivada; comía fuera de casa y mi madre se pasaba media tarde asomada al balcón hasta que veía descrestar, a la altura de Atalayón, el Ford Prefect blanco que se aproximaba a Nador, iluminado por el sol poniente.
Aquello no podía durar, y, el verano de 1964, hasta los peques nos dimos cuenta de que algo iba a cambiar. No recuerdo si llegamos a empezar el curso, me parece que no, y, después de mucho buscar casa, nos mudamos a Melilla.
Pero, en contra de lo que podía parecer, no nos afectó demasiado convertirnos en habitantes de La Capital, tal vez porque, todavía, no habíamos asumido del todo el cambio, o, quizá, porque había poca diferencia entre el hecho de vivir en Nador o ser un vecino de la calle Churruca, en el barrio del Hipódromo. Había que recorrer un buen trecho para llegar al centro de la ciudad —mi padre tuvo que vender el coche por estar matriculado en Marruecos—, y todavía era usual decir «voy a Melilla» para aclarar que nos pensábamos desplazar al centro de la ciudad.
De cualquier manera, aquello duró poco; apenas si le saqué gusto al colegio del Real donde empezamos, mi hermano y yo, el curso a destiempo, y, para la primavera de 1965, ya nos habíamos trasladado al ansiado centro, a una casa de la calle Sor Alegría donde, a los pocos días, me sentía plenamente integrado con mis vecinillos del barrio.
Nuestro campo de juegos eran los aledaños del viejo Instituto de Enseñanza Media, la plaza de La Salle o el estupendo fortín imaginario de la fuente de Trara; si bien lo que más cautivaba mi espíritu, acostumbrado a un pueblo llano, era dejarme caer desde lo alto de la calle Infantería a bordo de aquellos vertiginosos carrillos de bolones que escandalizaban la calle pavimentaba con adoquines.
Era emocionante y nada peligroso —había pocos coches y, los que pasaban, lo hacían a horas más o menos fijas, como la C.O.A., el aljibe de Regulares 2 o aquel armatoste feo y cuadrado que era el autobús del Tercio—. Situábamos centinelas en los puntos conflictivos que, anunciando a viva voz que no había tráfico, daban la señal de salida. Y el piloto suicida montaba en el rasante artefacto, afianzaba los pies sobre las suelas viejas de goma que eran los frenos y asía con firmeza las dos cuerdas que, accionando la cruceta delantera, actuaban de dirección; sólo bastaba un suave impulso para lanzar la carretilla cuesta abajo…
La primera curva a la izquierda, a la altura de la actual Residencia Militar, se tomaba bien, y era el tramo que bajaba hasta la fuente de Trara donde la velocidad comenzaba realmente a aumentar, a la par que, la enorme vibración producida por los rígidos rodamientos sobre los adoquines, te convertía en un muñeco atacado de un rápido e increíble mal de San Vito.
La siguiente curva a la izquierda originaba un fuerte derrape que sólo los más duchos eran capaces de controlar, hasta que la última virada, ya entrando en Sor Alegría, acababa con el equilibrio del más pintado, y carro y jinete terminaban el eslálom rodando cada uno por su lado, a la puerta de mi misma casa.
Huelga decir que, después de dos o tres descensos, el carrillo de bolones sufría mil y una averías que obligaban a reparar su, por lo demás, primitiva mecánica. Por eso ahora me muero de envidia al ver esas tablas con ruedas sobre las que cabalgan nuestros chicos, tan sólidas y perfeccionadas; aunque hay que reconocer que aquellos carrillos de madera con rodamientos a bolas brindaban una imagen mucho más acorde con la idea que teníamos de lo que era un prototipo de Fórmula Uno.
Y es que los niños se adaptan a cualquier cosa; poco notábamos entonces que, a pesar de seguir volviendo a menudo a Nador, nuestros mayores echaban de menos el ambiente, las amistades y la familia que, todavía, quedaban allí. Pero los menores no, más bien al contrario, nos sentíamos orgullosos de haber ascendido en la escala vecinal y, cuando íbamos de visita a casa de nuestros primos que vivían en la barriada de Los Palomares, o acudíamos a la multitudinaria misa del gallo que se celebraba cada año en la iglesia donde me bautizaron, nos gustaba dejar bien sentado que, nosotros, ya éramos melillenses.
No entendíamos nada del desarraigo, por más que éste estuviera producido por un traslado de sólo catorce kilómetros, ni añorábamos las tardes de paseo marítimo —en Melilla, en aquellos años, no lo había—, las charlas reposadas con los amigos, nuestra amplia y moderna vivienda o las visitas a casa de Isabel y Adelino donde, maravillas de progreso, había conocido lo que era un televisor, medio visible a costa de esfuerzos sobrehumanos por captar las lejanas y pálidas emisiones que nos llegaban, de rebote o casualidad, desde sierra Lújar, en Granada.
Eso sí, tanto Francisco como yo, echábamos de menos a rabiar nuestras correrías por la clínica de don Carlos, disfrazados de vaqueros que ponían manos arriba a todos los ocupantes de la sala de espera, y los juegos con la escayola que Antonio nos dejaba.
Aunque, al final, pequeños y mayores acabamos aceptando que vivíamos en Melilla, a pesar de que Marruecos seguía tirando de nosotros. Y, en mi caso, tuve que demostrar lo que valía un crío del Lope de Vega cuando, acabada la primaria, me tuve que presentar para el Ingreso ante un tribunal —como se hacía antes—, para poder acceder al primer año del bachillerato.
Para entonces, hablo de la primavera de 1966, nuestra familia había aumentado con un nuevo miembro, el primero de nosotros que nacía en Melilla. Nuestro hermano Enrique —Kike, no más—, no sólo tuvo el honor de ser el primer melillense de nuestra generación, sino que se convirtió en la mascota de la familia y, además, nos enseñó a Francisco José y a mí que, como buen niño de ciudad, lo correcto y moderno era venir al mundo en el hospital y no en la propia casa.
Y creo que fue entonces cuando empecé, de verdad, a crecer, seguramente impulsado por la idea de que, teniendo un hermano once años menor, no podía seguir siendo un crío mucho tiempo más.
19.- 1967
No resistí el primer año en el Instituto; los cuatro suspensos determinaron mi inmediato traslado al colegio de La Salle, a ver si los curas me metían en vereda, lo que, en cierto modo, fue verdad; al menos, las notas mejoraron, aunque yo no tenía muy claro por qué rara suerte de magia, con el mismo esfuerzo por mi parte, los resultados eran tan espectaculares.
No había explicación, a no ser que, con mi retentiva y mi capacidad de lectura rápida, me supiera de carretilla las lecciones de Historia Sagrada y de todas las demás asignaturas que olieran a letras, lo cual me reportaba un superávit más que respetable de aquellos vales con los que se premiaban las virtudes de los más sabios o los más píos de entre los alumnos. Con aquella colección de vales del saber, podía comprar mis aprobados en Matemáticas, en las que siempre he sido un verdadero desastre; y así, raspando el cinco con los números y demostrando mi memoria con las otras, fui capaz de aprobar íntegramente el primer curso del bachillerato.
Tanto fue el contento en casa que me dejaron alistarme en la OJE y realizar el campamento de verano en Rostrogordo, a pesar del dispendio en uniforme y equipo cuasimilitar prescrito para ello. Pero aquel campamento, aparte el gran goce de vestir prendas castrenses y saborear horarios militares, ajustando el comportamiento a lo que se supone debe ser un muchachito intrépido y aguerrido, me supuso afrontar la primera gran colisión contra un estamento que, desde nunca, había gozado de mis favores: la Iglesia.
Todo empezó cuando, al calor de la tienda que cobijaba a mi escuadra, y al amor de la camaradería desatada en las horas previas al sueño, un compañero nos hizo partícipe de sus dudas —más bien era total ignorancia— respecto a uno de los grandes enigmas de la naturaleza: el sexo. El pobre no tenía ni idea de desde qué punto cardinal empezaba a planear la cigüeña, y claro, los otros tres componentes de aquella pequeña unidad, aislada por la noche y la lona del resto del universo, nos tomamos la obligación, como despiertos chicos de doce años, de aumentar los conocimientos de aquel otro, no menor que nosotros, sino ciertamente menos despabilado.
La indigestión de anatomía y conducta procreadora, vertida por aquellos tres tremendos doctores, fue tal que, a la mañana siguiente, el pobre chiquillo corrió a contarle al capellán la sarta de abominaciones de las que le habíamos hecho partícipe, y, como era de esperar, se armó la de Dios es Cristo.
El cura casi nos condena al fuego eterno, investigando nuestra vida, la de nuestros padres y buscando sospechosas tendencias a la disidencia o la delincuencia que, por supuesto, no encontró, pero que casi llegó a hacernos creer que existían en el interior de nuestra mente, a fuerza de hacernos ver con machacona crudeza el mal tan enorme que habíamos perpetrado en aquella alma cándida de niño puro y casto. Nos supo despellejar, por turno y a solas entre los pinos, de la tenue corteza de hombría que, a esa edad, uno se empeña en dejarse crecer alrededor del alma; nos separaron a los tres sabihondos, con la orden expresa de ser estrechamente vigilados por el Jefe de la Escuadra a la que cada cual fuimos a parar; y, aquella tarde, a la hora del acto a los caídos, la homilía del páter hizo mella hasta en los espíritus correosos de los adultos que regían el campamento.
A pesar de todo, el resto de las jornadas de esparcimiento no transcurrieron demasiado mal para aquella especie de trío de apestados, aunque, al final, me dolió bastante que, por culpa del incidente, me tacharan de la lista de los que iban a recibir aquella especie de condecoración —una F roja, verde o azul— con la que se distinguía a los mejores.
Ahora, cuando hago memoria y recuerdo aquellas nociones de sexualidad que inculcamos al pobre neófito, debo reconocer que, dichas así, a pelo, debieron de resultarle aterradoras, a pesar de que, en contra de lo que pudiera parecer, no eran tan desacertadas y erróneas. Y, si algo me enseñó el incidente, fue que, a veces, la verdad puede resultar tremendamente inconveniente, insultante y hasta increíble; y tan sólo espero que aquel camarada, al hacerse mayor, supiera valorar en su justa medida la sana y sólo un poquito vanidosa intención que nos guio a los otros tres, aquella noche de julio de 1967.
Para entonces, mi familia se había mudado a la calle Teniente Coronel Seguí; mi hermano Kike tenía año y medio y, aquel otoño, nació el último de nosotros que, para remate, fue la niña que mis padres tanto tiempo habían estado buscando. María de las Mercedes nació, como chica moderna, en el hospital de la Cruz Roja, a un paso de casa y en una mañana de levantuchón típico de aquí. Ya éramos cuatro, pero la diferencia de edad era tan grande que en casa había solamente dos pequeños, los cuales se tomaron muy en serio lo de relevarnos a la hora de hacer travesuras y poner las cosas patas arriba.
El segundo de bachiller ya no me cogió tan de sorpresa, y llegué a destacar de entre el resto de la clase por mi oído musical y mi disposición especial para hacer sonar una guitarra con la que hacía realidad las interminables horas pasadas bajo las lecciones de música de mi abuelo.
Aquello de darle al cante, por más que mi música tratara de emular tan solo a Los Brincos, Miguel Ríos y Los Bravos —no me atrevía con Los Beatles por temor a que el hermano Juan, a pesar de sus desvelos diarios, valorara en su justa medida mi completo desconocimiento del inglés—, rendía beneficios y proporcionaba vales que canjear luego por el punto y medio que me faltaba para aprobar las mates, tan costosas de sacar para mí.
Pero, en ese curso, pude descubrir otra cosa más importante todavía: el poder de las letras. Me gustaba escribir; ponía sobre el papel mis fantasías y mis recuerdos —como ahora—y, para colmo, se organizó una especie de certamen literario infantil, en el que concursé con una redacción merecedora del 2º Premio. Me regalaron un ejemplar de La Ilíada, un fuerte aplauso y cierta seguridad en mí mismo a la hora de poner por escrito lo que —era bastante poco— sabía.
Y aquello fue el pistoletazo de salida de una afición que, ciertamente, me ha servido de mucho. Desde entonces, y sumando la práctica a lo largo de los años, no hubo examen que no aprobara a fuerza de llenar los folios de respuestas con frases más o menos bien hechas, siguiendo un orden lógico y dejando claro que, al menos, era capaz de decir que desconocía el tema de la pregunta, sin faltas de ortografía…; pero había una excepción: las matemáticas y, después, la física y química, donde no había forma, entre tantos números y fórmulas, de enrollarse convenientemente. Tanto era así que, en sexto de bachiller, se dio el caso de tener sobresaliente en literatura, historia y filosofía, arrastrando las matemáticas de cuarto y la química del curso anterior.
Tenías que haber escogido letras, solían decirme los demás, al ver que gozaba infinito con los libracos llenos de narraciones e ideas; y nunca supe realmente por qué me decanté por las ciencias, aunque tal vez tuvo la culpa la pasión de mi padre por las matemáticas o lo dispuesto que era mi hermano menor para ellas; a lo mejor también tuvo la culpa el latín, lastre tenebroso que me recordaba las misas antiguas, pero el caso es que continué embistiendo hacia el escollo de los logaritmos, lamentando no poder nunca explayarme en la redacción de la tabla periódica de los elementos.
Empezaba a anidar en mí una fantástica dualidad emocional que, por un lado, me impulsaba a escribir películas que luego contaba a mis amigos y, por el otro, me llevaba a ejecutar osadías que yo había atribuido a mis personajes o, por el contrario, reflejaba a posteriori por medio de los protagonistas; por cierto, que ello me reportó más inconvenientes que ventajas, puesto que, en casa, no estaba muy bien visto que el medio padre —también me llamaban grandullón y otras lindezas— se viera envuelto en travesuras que eran toleradas en los más pequeños.
Así, por ejemplo, una noche que mis padres estaban fuera —me seguía gustando la sensación de sentirme libre en mi propia casa—, decidí probar las consecuencias de una intoxicación etílica y, siempre con mi hermano Francisco José junto a mí —los pequeños dormían—, procedí a llenar un gran vaso con un chorrito de todo lo que atesoraba el mueble bar, que no era poco; whisky, brandy, ginebra, ron, vino dulce, Calisay, Licor 43 y licor de menta fueron a mezclarse formando capas irisadas, que los dos contemplamos estupefactos a través del vidrio, y que, después de una leve vacilación, pasaron a mi interior con —he de reconocerlo— una agradable y dulzona satisfacción.
Poco tardó en hacer efecto, y no llegué a la cena en mis cabales, ante el susto de mis abuelos, que no llegaban a entender —hasta que mi hermano lo contó—, a qué venía aquel mal repentino que me hizo perder el conocimiento.
De todas formas, me sirvió de mucho —cualquier cosa enseña algo—, y, desde entonces, le he tenido pánico a emborracharme y perder el control de alguna manera; incluso después, cuando ya podían haberse tolerado libaciones de adulto, sigo teniendo por el alcohol o cualquier otra substancia un cierto respeto que me impide entregarme a ellos.
Pero no pararon aquí mis experimentos, y fue más o menos por la misma época cuando, pretendiendo conocer el pánico del vértigo, me vestí con un disfraz de El Zorro y me dediqué a pasar, de ventana en ventana, por toda la pared que daba al patio interior del piso; con la mala fortuna de que Luisa, la portera del inmueble, que estaba en el patio, alzó la cabeza y se llevó un susto de muerte al ver a alguien con capa, sombrero y antifaz paseándose como una araña por las ventanas del cuarto piso —de los de antes, es decir, a unos catorce metros de altura.
No sentí el vértigo o, mejor dicho, sí, pero después, cuando mi padre tuvo que contener mis instintos desatinados a fuerza de una bofetada que me hizo ver las estrellas.
Pero lo peor fue, aquel día 23 de diciembre de 1970, cuando se me ocurrió hacer subir a mis hermanos para que vieran el enorme gallo que unos amigos marroquíes le habían regalado a mi padre, y que cumplía condena antes de su ejecución, prevista para el día siguiente, al objeto de formar parte del plato principal de Nochebuena.
Mi hermana siempre le ha tenido un miedo especial a las aves, y, aun así, conseguí embaucarla al señalar que el pollo estaba convenientemente atado. Y así era, hasta que, impulsado por mi afán experimentador, manipulé el nudo del cordel, simulando, sólo simulando, deshacerlo, con el solo objeto de que creciera el espanto de María Mercedes.
No sé todavía cómo ocurrió; pero, en un momento dado, el animal, que era un ejemplar magnífico de no sé cuántos kilos de peso, quedó libre, erguido en su majestad de monarca del gallinero. Mi hermana perdió el resuello al verlo avanzar unos pasos hacia ella; yo, preocupado, trataba de remediar el error, y mi hermano Kike se desternillaba de risa en un rincón de la azotea.
Cuando el enorme gallo, después de reconocer el panorama, saltó y fue a situarse en el mismo pretil, empecé a preocuparme por las consecuencias de mi imprevisión; agarré el palo de una escoba y traté de asustarlo para que retornara, consiguiendo sólo que el ave, después de mirarnos con cierto desprecio con un solo ojo, se lanzara al vacío, echara a volar y acabara un largo planeo sobre uno de los árboles más altos del parque, al otro lado de la calle.
Por mi mente bullían las probables escenas futuras cuando la cosa llegara a oídos de los mayores, y me lancé escaleras abajo para perseguir el fugitivo volador, que se había enseñoreado del pino altísimo situado sobre el estanque de los patos.
Le tiramos de todo, a mano y con tirachinas, asustándolo y haciendo que migrara de refugio, con la feliz salvedad de que, a cada salto, el gallo perdía altura y se colocaba más cerca del suelo. Ya éramos más de una docena de niños los que perseguíamos a la bestia, que saltó media docena de veces de un árbol a otro, cada vez más bajo, en medio del jolgorio desatado en su persecución.
Por fin, posado ya en uno de los ficus del borde de la calle, usé de mi proverbial agilidad para trepar y agarrarle una pata, tras lo que la fiera, no sin hacer amago de picotearme la mano, retornara de nuevo a la propiedad familiar.
Nadie, de mí hacia arriba, se enteró de la peripecia que transcurrió aquella mañana de vacaciones navideñas, y el orgulloso gallo presidió el centro de la mesa familiar la noche del día siguiente, sin que nadie sospechara que su muerte me satisfizo especialmente al sentir que, de algún modo, pagaba su osadía del día anterior. Pero mi hermana no ha podido olvidar el suceso, e incluso lo utilizó cuando, muchos años después, en un examen de lengua inglesa de su facultad, en el que le pidieron que relatara algo espontáneamente, refirió el agitado escape y posterior captura del gallo rojo ante la incredulidad del tribunal examinador.
Hubo más, dislates de aquéllos me refiero, pero son demasiados para contarlos aquí y, por otro lado, los años de por medio han borrado parte de la emoción que me reportaron entonces. Pero sí recuerdo, como si fuera hoy mismo, una hazaña digna del más heroico de mis personajes. Fue durante uno de aquellos festivales deportivos que organizaba el colegio de La Salle en la plaza de toros, donde dos bandos —azul y amarillo— se enfrentaban para dirimir cuál de ellos se llevaría el trofeo de aquel año —algo así como la regata Oxford-Cambridge, pero sin piragua y sobre arena—.
Quise participar en la caza del conejo, y así me vi, metido en un saco hasta la cintura, pegado de espaldas contra la barrera del coso y con mi objetivo, un conejo asustado y casi inmóvil, situado en el centro del ruedo. A la señal, corrí tanto como me lo permitió mi energía y mi agilidad y, aunque fuimos varios los que terminamos con las manos engarfiadas alrededor de la anatomía del pobre animalillo, yo fui el primero que llegó hasta él.
El griterío y la ovación de los amarillos —siempre fui de ese color— me hicieron sentirme gladiador romano aclamado por todo el circo, máxime cuando mi victoria supuso añadir los puntos que decidieron el deportivo torneo, empatado hasta aquel momento, y el hecho fue inmortalizado por una oportuna fotografía en la que se pueden ver algunas caras conocidas y, para mí, inolvidables, igual que el gozo de comerme, quince días más tarde y convenientemente engordado por mi tía Mary, el ejemplar cazado a mano.
Pero, ya entonces, tenía la sensación de que todo aquello era un tiempo que se iba —quizás por eso mi interés en conservarlo en forma de recuerdos que ahora, han visto la luz durante estas diecinueve semanas.
A los casi trece años, seguía siendo niño, a pesar de que mi hermana me mirara con el respeto debido a un ser infinitamente mayor; pero el entorno, las costumbres y, sobre todo, aquellos pequeños niños que empujaban desde abajo me hicieron sentir pronto que, a pesar de mis deseos, no podría seguir siendo eternamente un crío.
Melilla
Entre mayo y septiembre de 1992
© Severiano Gil