Para llegar a esto

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Los jóvenes no lo saben, por supuesto; pero a quienes cuenten con la edad suficiente no les costará recordar aquellas fechas de mediados de los Setenta, en las que pocos, muy pocos, no lograban percibir que vivíamos momentos señalados y trascendentes. Los españoles hacíamos Historia, aunque fuese sin querer, simplemente, siguiendo el día a día de los avatares que nos rodeaban.

Se acabó el Franquismo, así, casi de golpe, como quien chasquea los dedos, y, aunque los de más edad de entonces recelaban del futuro, incómodos ante los cambios que se avecinaban, los que éramos jóvenes intuíamos que lo que se fraguara a partir de entonces daría forma a nuestra vida de adultos, a las de nuestros hijos y a las de nuestros nietos.

Por eso la sensación inequívoca de que estábamos viviendo el comienzo del futuro.

Nos comenzaron a hablar de Democracia, y nosotros, ignorantes además de ilusos, nos dispusimos a afrontar los cambios necesarios para dejar de ser lo que nos decían que éramos: los zagueros de Europa, la cola de Occidente… Y lo peor es que no había que esforzarse mucho para entender que aquello era cierto.

Porque envidiábamos el mundo exterior que conocíamos, casi siempre, a través del cine de Hollywood o las pantallas de televisión, porque nos admiraba la Europa que llegaba en forma de turistas desinhibidos, rubios, altos y con moneda extranjera en los bolsillos, y queríamos ser como ellos, sin reparar en otra cosa que en prosperar, desarrollarnos e imitar las formas externas de aquel otro mundo que nos superaba. Por imitar, hasta había quienes deseaban parecerse incluso a los soviéticos, aunque se estuvieran muriendo de hambre y se quitaran el frío agarrando descomunales trancas a base de vodka. No importaba nada, sólo imperaban los deseos de libertad, modernidad y libre albedrío.

Y entonces nos dijeron que, para conseguir eso, indefectiblemente, había que ser demócratas, porque un Pueblo Soberano era la base de toda sociedad equilibrada y sólida, y porque era la forma de ganarnos el respeto de los demás como sus iguales. Y todo el mundo se puso a la labor de dejar atrás los viejos usos y tratar de darle a la vida un colorido distinto, una forma diferente, subiendo los peldaños de aquella escalera que nos haría alcanzar la cumbre deseada.

Porque, para empezar, vivíamos en un Estado que no te permitía manifestarte libremente, salir a la calle, formando bandas ordenadas –por aquello de que la unión hace la fuerza— para reivindicar esto o aquello. No te dejaban insultar a quien quisieras, a tirios y a troyanos, y mucho menos incendiar autobuses, volcar coches particulares o reventar una docena de parabrisas.

Y, si te ponías agresivo, tirando objetos contundentes o lanzando cócteles Molótov, la Policía respondía de malas maneras y zurrándote la badana. Ni pensar en cortar una calle, bloquear una carretera o quemar montones de neumáticos; tampoco podías hacer publicaciones en las que insultaras conceptos respetables, como la religión o el Jefe del Estado, ni tenías libertad para quemar la bandera nacional o limpiarte los mocos con ella.

Una frustración permanente.

Era realmente insoportable tener que comportarte siempre, pero siempre, como una persona educada, respetuosa y honrada —cuando todos sabemos ahora que eso afecta a la psique y rebaja la autoestima—. Y, además, tenías que demostrarlo todo, aportar documentación sobre estudios realizados, y, en el trabajo, cumplir con el horario y el rendimiento y obedecer a los rangos que estaban por encima; porque, si no era así, te podían echar a la calle.

Tampoco se podía, fíjense ustedes, dejar de respetar el ordenamiento legal para, por ejemplo, declarar la independencia de una región, o ponerse el mundo por montera y prohibir el idioma oficial –y constitucional— del Estado en colegios o en rótulos en la vía pública.

Y entrar en una casa vacía y quedarte a vivir dentro de ella, ¡ni de coña! Eso estaba prohibidísimo, y te exponías a que te detuvieran incluso por hacer saltar la cerradura o echar la puerta abajo para entrar.

Para poner un puesto y vender cosas en la calle te exigían permisos y pagar un canon, alegando que, si los dueños de los comercios pagaban impuestos, tú no podías hacerles la competencia alegremente. ¡Y no digamos si se te ocurría saltarte una frontera y entrar ilegalmente! ¡Entonces podían incluso detenerte y expulsarte por donde habías venido!

Era un permanente sinvivir, donde, si por lo que fuera se te ocurría meterte a terrorista, hasta corrías el riesgo de que las fuerzas represivas te pegaran un tiro si ibas con armas en la mano. Y, si te cogían ¡a la cárcel de por vida! Eso si no reincidías, porque, entonces, te juzgaban por lo militar y te podía caer la pena de muerte, como si fueras un vulgar asesino.

Eso era dictadura pura y dura.

Ahora, afortunadamente, nada es así. Gracias a la democracia y al desarrollo social y económico, los españoles somos más inteligentes, más altos y más guapos; podemos hacer lo que nos venga en gana, sin temer las prohibiciones de antaño, tan anacrónicas y castrantes.

Podemos formar partidos políticos, y llegar incluso a gobernar aunque anunciemos que no respetamos la Constitución y que el jefe del estado es nuestro objetivo a batir, y, además, cobrando por ello.

Y podemos hasta cambiar la Historia de siempre por otra que nos convenga más, convenciendo al Pueblo Soberano de que la nuestra es la única versión válida, la única que merece el respeto de la ciudadanía.

Por fin, hemos cumplido el sueño de aquellos años Setenta. Ya somos totalmente felices, viviendo la libertad plena de todos, incluso la de los desalmados.

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